El San Xoán es ese fuego artificial que enciende el verano. La gran noche, pero en realidad hermana pequeña de ese día que parece no acabarse nunca. Y es la infancia. La de muchos urbanitas y la de no pocos ruralitas. Aquel lume en el cruce de pistas en el que se reunían los vecinos, a los pies de un pequeño hórreo sin pretensiones, donde se olvidaban los roces del resto del año. La chaqueta de punto, no te olvides la chaqueta, no vayas a cuerpo. El churrasco primero, que por las aldeas del interior no salpicaba tanto el mar entonces. Y la sardina años más tarde, dependiendo de gustos y carteras. El aroma de la queimada, con los más pequeños intentando hacerse al menos con una de las manzanas que se bañaban en el caldo ardiente. El pan de maíz, del que renegaban muchos que se habían hartado de él en una niñez en la que el bolo de trigo era un lujo. Los saltos de mayores y pequeños al grito de guerra de «San Xoán, que non me morda cadela nin can». Las partidas de cartas con tics exagerados, en las que el tres se salvaba con trampas o moría entre risas. Las señoras que, sudando la gota gorda por el fuego y la emoción, acababan retirándose el pano de la cabeza. Los señores que aparcaban la boina. El sueño que iba contagiándose con el hormigueo del calor y con el runrún de las conversaciones. Los aturuxos que despertaban a los durmientes. Y el agua con fiúncho y flores del día después, preparada por las abuelas y que guardaba la esencia de la difunta primavera, de uso obligatorio bajo amenazas para remojar la cara y las manos, para ahuyentar lo malo y, sobre todo, acabar de despertar después de haber estirado esa madrugada tan corta y tan larga a la vez. San Xoán.