El olor a galleta

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Edgardo

23 jun 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

El Pisuerga no solo se puede aprovechar para hablar de Valladolid. También pasa por muchos otros sitios, entre ellos Aguilar de Campoo. Así que, cuando mi amiga Cristina Santamarina me contó que había atravesado ese pueblo palentino que tiene las llaves de la cordillera Cantábrica, yo me apresuré a preguntarle si todavía huele a galleta, igual que aquel antiguo poeta chino exiliado preguntaba en unos versos famosos si habían florecido ya las moreras de su casa. No me ha cuadrado el volver a pasar por Aguilar de Campoo desde niño y recuerdo, como tanta gente que se queda con esa reminiscencia, que, al atravesarlo el autobús escolar, el aire se impregnó de repente de ese olor inconfundible y proustiano de la galleta y la vainilla. Cuando eres niño estas cosas te parecen milagros, aunque la explicación es, claro está, que la industria local de Aguilar de Campoo es históricamente la de la galleta. Lo que pasa es que yo había leído que alguna de las fábricas cerró y me preguntaba si esto había cambiado el aroma del pueblo. Me asegura Cristina que no. Aguilar de Campoo sigue oliendo a desayuno, a ocho de la mañana y a comedor escolar.

Hay aromas vinculados a lugares y lugares vinculados a aromas. Pienso en el intenso olor a lavanda que se nota al pasar en julio por Brihuega, Guadalajara, y que es distinto al aroma a lavanda de algunos pueblos en Provenza camino de Aix, porque, al parecer, la variedad francesa la llevaron los romanos, una fragancia de mujer patricia o de emperatriz latina. Pienso en el variado aroma de las calles de Inglaterra en mi infancia: en unas a pipermín, en otras a curri, y a té en todas las casas al atardecer. Recuerdo que la gasolina tenía un olor distinto a la de España, más dulzón, y ahora sé que es porque todavía venía de Persia y no del Mar del Norte. Pienso en los inciensos que se huelen en los diversos templos budistas de Kioto, cada uno diferente como un rezo distinto: este de sándalo, aquel de canela. Se los puede notar todos juntos en los alrededores de la fábrica de Shoyeido, que lleva trescientos años elaborándolos. Lovaina huele a la cerveza belga que se amontona en barriles en los almacenes, el centro de Bruselas a gofre de chocolate. Jerusalén la recuerdo con aroma a menta fresca por las mañanas, y el barrio sevillano de Santa Cruz tiene un aroma a naranjas como las de un bodegón de El Prado. Recuerdo el efluvio del vinagre balsámico de Módena, en el mercado Albinelli, donde se combina con el perfume fresco de las fresas. Paseando entre los puestos, se podía distinguir perfectamente el aceite joven, ácido y penetrante, y el viejo, dulce y nostálgico. Todos estos olores son partes de una narración invisible. Como las palabras, que son invisibles igualmente.

También el olor a galleta de Aguilar de Campoo tiene su historia y su lógica geográfica. Digamos que es el resultado de la primera carretera propiamente dicha que se construyó en España, la que atravesaba el puerto de Reinosa para conectar la Meseta con el mar. Hasta entonces, la lana y la harina de Castilla habían cruzado penosamente ese paso a lomos de acémilas, pero a la altura del siglo XVIII se decidió hacer un camino carretero para facilitar su salida por Santander. En dirección contraria al Camino de la harina, como se llamaba entonces, venía el azúcar de América. Era en Aguilar de Campoo donde se encontraban los dos, con lo que la galleta resultaba una consecuencia lógica. Así llegó a haber allí hasta media docena de fábricas, que envolvieron el pueblo con ese aroma, el producto del encuentro entre dos mundos.