Lo peor (o lo mejor) es que está dejando de tener el impacto que antes tenía. Sí, en realidad es lo peor, porque a medida que se empapa con la frialdad con la que se gira la página del periódico tras leer un titular escalofriante —y de esos cada día hay un puñado, sino varios— el ataque es cada vez peor. Empezaron lanzando sopa a un cuadro, utilizando el pobre argumento de que al estar protegido por un cristal, no sufría daños. Después, como si de un tend de TikTok se tratase, empezaron a pegarse con cola a obras de arte. Otra vez el paupérrimo argumento de que era al marco, así que tampoco pasaba nada.
Ahora han lanzado tinte a las piedras del Stonehenge, y el debate de repente se centró en que el material que han utilizado para vandalizar un monumento megalítico era de origen natural y se iba con la lluvia. Otra vez, el argumento de ínfimo valor. La cuestión es que en pos de una lucha necesaria, de una concienciación urgente y vital como es la crisis ecológica que atraviesa el planeta, se ataca de manera indiscriminada algo que también es de todos y todas: el producto de la creación humana, las huellas de su paso por la historia. Quizá se vaya con la lluvia, puede que mezclarlo con agua tuviese un daño irreversible. Pero lo que no tiene sentido es hacer incompatible la conservación del patrimonio con la conciencia medioambiental.