Ayer celebramos la graduación de los alumnos de este año en el máster promovido por la Fundación Santiago Rey y la Fundación Amancio Ortega (MPXA). Ya he dicho alguna vez aquí que no me gustan estas ceremonias, que no las disfruto. Primero, porque me cuestan un mundo las despedidas. Y, segundo, porque nunca sé qué decirles sin repetirme demasiado. Anteayer, por pura casualidad, encontré una cita del poeta y místico estadounidense Thomas Merton que resume luminosamente la idea central: «El verdadero yo interior debe ser extraído como se extrae una joya del fondo del mar, rescatado de la confusión, de la indistinción, de la inmersión en lo común, lo anodino, lo trivial, lo sórdido, lo evanescente».
Para quienes nos movemos en el mundo de la comunicación resulta imprescindible dar con ese yo interior auténtico, no impostado, que permanece en cualquier circunstancia, capaz de apartar lo irrelevante para afirmar lo que vale la pena. Es el trabajo de ser persona, de editar el corazón, como he dejado escrito en otra parte. Y editar significa, antes que nada, quitar lo que sobra, lo innecesario, lo ambiguo, lo impreciso. Editar significa tachar, decirle no al ruido, al desorden, para asegurar la claridad, la transparencia. El yo interior se rescata así del fondo turbio y cambiante en el que se mueve, de lo vulgar. Ya liberado, hay que limpiarlo con frecuencia en inmersiones que requieren de silencio y soledad: ámbitos donde crece lo original, lo diferenciado, lo innovador, los silos nucleares que alojan la creatividad.
Pero tanto el silencio como la soledad asustan y dan trabajo. Echan para atrás. Hay que atreverse con ellos frente al barullo y el aturdimiento, tan fáciles. Tan nuestros.