Bardella, un invitado «especial» más
OPINIÓN

El teórico político Benjamin Arditi solía definir el populismo como el «invitado borracho de la cena», aquel que no respeta los modales en la mesa, es grosero, hace preguntas inapropiadas e incluso se pone a coquetear con las esposas de otros invitados, pero que, precisamente por todo ello, también es capaz de destapar problemas que se hallan ocultos y de revelar algo de verdad sobre una democracia liberal que a veces olvida su ideal fundacional, la soberanía popular. La metáfora de Arditi capta muy bien la dualidad entre populismo ?a menudo, aunque no únicamente, representado en Europa en la derecha radical? y democracia: el populismo desafía el sentido común de la práctica democrática liberal y, de hecho, puede tener implicaciones ominosas para ella, pero, al mismo tiempo, también puede servir para identificar problemas políticos que de otro modo serían ignorados y dar voz a ciertos grupos que se sienten marginados.
Esta interpretación del populismo como invitado que realiza preguntas incómodas y pone encima de la mesa las contradicciones del establishment resulta sugerente porque, en última instancia, concibe este fenómeno no tanto como un problema en sí mismo para nuestras democracias (por mucho daño que les pueda infligir), sino como su síntoma más evidente. Tras la rotunda victoria de los lepenistas en las elecciones legislativas de Francia del pasado domingo, y ya votando la segunda vuelta con todo en el aire, creo pertinente recuperar este marco para hacer algunas apreciaciones respecto del auge de la derecha radical en Europa.
Reagrupación Nacional no origina la crisis democrática que atraviesa el país galo, sino que deriva de ella. El partido funciona como indicador de la lozanía de la democracia francesa y, de alguna manera, su liderazgo advierte que la élite ya no comprende a la opinión pública. El éxito lepenista podría llegar a suponer un problema en el futuro, pero, al llamar la atención sobre ciertos síntomas del declive de la República y la convivencia, ya hoy supone una necesidad de regeneración democrática, una exigencia de reacción a los partidos convencionales y a los partidarios del sistema.
Y es que, en definitiva, el ascenso de la derecha radical, que podría reflejar un problema para la construcción del futuro proyecto europeo es, a su vez, el reflejo de otros problemas estructurales que ya lo tambalean. El establishment político suele ignorar esta observación o, al menos, suele comportarse como si la ignorara. Cada vez que un partido de derecha radical cosecha un gran resultado electoral, rápidamente se reclaman «cordones sanitarios» y, si hay segunda vuelta, el reagrupamiento inmediato del voto contra la opción ultraderechista. Mientras, esa «ultraderecha» continúa creciendo y ganando adeptos elección tras elección. Lógico, pues ya no es que existan formaciones que ignoran problemas insoslayables para una parte de la población, sino que ahora éstas también ponen todo su empeño en opacar y anatemizar a las opciones políticas que sí se hacen eco de esos problemas y tratan de canalizarlos institucionalmente.
Las cancelaciones y los cordones sanitarios pueden levantar una barrera temporal contra la derecha radical (por ejemplo, evitando su acceso a ciertas cotas de poder institucional), pero no abordan las causas de su crecimiento, ni ofrecen alternativas a las legítimas preocupaciones de quienes apuestan por estos partidos. ¿Se imagina que su doctor le diagnostica una infección bacteriana, pero, en lugar de recetarle un antibiótico, se limita a recomendarle la ingesta de ibuprofeno cada ocho horas? ¿Cómo sanará usted si el tratamiento que se aplica no ataca la raíz de su dolencia (y, en el mejor de los casos, tan solo calma parcialmente sus síntomas)? Algo parecido ocurre con la manera en que se intenta confrontar a la derecha radical en Europa.
Quizá esta torpe aproximación se explique por la naturaleza de aquellas preocupaciones que motivan el apoyo a esas plataformas de extramuros. La evidencia científica es prolífica a la hora de identificar la multiplicidad de factores que incitan este tipo de voto: (el sentimiento de) privación económica, el reaccionarismo cultural, la flexibilidad de las instituciones (por ejemplo, del sistema electoral)… No obstante, hay dos realidades inapelables (e incómodas) que vertebran la furibunda reacción contra el statu quo: el anhelo de una sociedad más segura con una política migratoria bien definida y la revuelta contra el oficialismo dogmático que censura al que discrepa.
Por un lado, la inmigración es hoy un problema en Europa, uno real. Y ni siquiera hace falta irse a Francia. Hace una semana conocíamos que casi 25.000 inmigrantes ilegales han llegado a España en lo que va de año, un 96 % más que el año pasado. Además, según datos ministeriales, la población inmigrante ha cometido la mitad de los feminicidios en el último año y medio en nuestro país y es responsable de más de la mitad de los delitos de okupación registrados. Algo ocurre, y hay gente que padece las consecuencias.
Por otro lado, hay una parte de la sociedad que ya no traga con el dogma del multiculturalismo, el ecosocialismo, la identidad sexual alternativa a la heterosexual monógama, el falso secularismo y la lapidación de las tradiciones; más aún, que ya no traga con la política inquisitoria que regula la adherencia a ese dogma y borra de la vida pública al que disiente. Hay una parte de la sociedad, en definitiva, a la que se ha tratado de antigua y desfasada por seguir valorando cuestiones como la nación, la familia o la religión, y que, sintiéndose despreciada por ello, ahora detesta ese modelo multicultural y ecosocialista que tampoco le ha traído más orden o bienestar.
En la cena de la democracia de Arditi, Bardella es un invitado borracho más. No es el primero, ni será el último, no obstante. Como ya ocurrió con algunos de sus homólogos europeos, su éxito vuelve a ser síntoma de una realidad incómoda: hay preocupaciones y demandas ciudadanas que el sistema mainstream no está abordando y que, por tanto, buscan canalización por otras vías. Reconocer esta realidad, sin estigmas, no debería ser motivo de escándalo. De hecho, no existe una única receta para abordar problemas como la inmigración o la convivencia social. Que todas las opciones políticas hagan sus propuestas, pero que las hagan, pues así ?y no (solo) con cordones sanitarios? se confronta a la derecha radical. El miedo a mirar la verdad que subyace a esos problemas incómodos solo garantiza que esa verdad nos termine arrollando.