Irmandiños

Xosé Ameixeiras
Xosé Ameixeiras ARA SOLIS

OPINIÓN

ANA GARCIA

09 jul 2024 . Actualizado a las 11:33 h.

De niños soñábamos con castillos, y princesas y príncipes buenos. Eran tiempos. Jabato y El capitán Trueno, que ocupaban nuestras lecturas, eran especialistas en conquistar fortalezas. Escondíamos esas historietas entre libros de texto y las leíamos furtivamente en horas de estudio en el internado. Cuando te pillaban, perdías el objeto del delito. En mi pueblo hay un castillo de esos. Se yergue sobre el valle como un vigilante eterno, testigo de glorias y derrotas, de pesares y alegrías. Es como un libro de piedra. De pequeños jugábamos entre sus paredes ruinosas y los adolescentes robaban sus primeros besos. Luego, lo restauraron. En ese lugar habitó el bravo Bernal Eáns de Moscoso, que un día prendió al mismísimo arzobispo de Santiago Alonso II de Fonseca y lo tuvo dos años prisionero en la fortificación. Llegó a colgarlo de la chimenea en una jaula. Un tiempo después, los irmandiños, levantados contra los abusos y las injusticias de los señores, derrumbaron esas recias paredes. Sus líderes lo pagarían con la horca en lo alto de la Cruz do Loureiro. Evaristo Martelo escribió poesías inspirado en las sombras de la luna sobre las viejas almenas y los reclamos de la lechuza escondida en las ramas de los árboles. Ahora, el castillo está lleno de vida. Manos diestras tejen encajes de oro y piezas de lino fino, azabaches relucientes y olería de siempre. Un día, al pueblo se le ocurrió resucitar la vieja revuelta. Año a año, desafía de nuevo el poder de los antiguos señores y al furor del fuego de las antorchas derrumba simbólicamente los gruesos muros en un ataque incruento. La multitud hambrienta de justicia, como hace siglos, levanta las armas y los puños. Un fin de semana jubiloso. Los viejos sueños se hacen realidad por un instante.