La pasión futbolera arde en las sillas del bar. Muchos de sus ocupantes, jóvenes, gritan desaforados hacia la gran pantalla. Son improperios irreproducibles contra jugadores de la selección rival. Con ojos irritados por una especie de rabia incontrolada disparan su furia contra futbolistas de origen africano. En momentos así, uno se siente tentado a esconderse debajo de la mesa y a preguntarse qué deriva toma nuestra sociedad. En el baño, si miras directo a los ojos, el espejo te responde que no importa el tono de la piel y que el ser humano no tiene colores. La diferencia está en lo que siente el corazón. ¿Qué extraña pesadilla despertó al monstruo? Es como un virus contagioso. Empiezan por rechazar a menores extranjeros no controlados y no se sabe dónde pueden acabar. La xenofobia es la expresión máxima de la mezquindad. Arrancas con un insulto y puedes llegar al linchamiento. Como Arde Mississippi. El fuego del racismo siempre desprende tragedias a su paso. Dejarse llevar por el odio al diferente acaba arrastrando a la gente al peor de los infiernos. Comienza como una brisa molesta y termina arrasando naciones enteras por muy democráticas y justas que se crean. Una peste contagiosa que lleva a la gente a hechos que, con el tiempo y apagado el incendio, la obligan a caminar con la cabeza gacha toda la vida. Un compañero del bachillerato dibujó un día un Cristo con la cara dividida en tres colores: blanco, negro y amarillo. Se llevó un premio en el concurso. Aquella imagen se me quedó tatuada en la conciencia para siempre. La cara de la humanidad. Nadie elige dónde nace ni las penurias que le vienen marcadas. Venir al mundo en el lado agraciado del mapa solo te obliga a intentar que los demás tengan la misma suerte.