Desde el principio de los tiempos el hombre ha intentado protegerse de las agresiones externas. Sin embargo, desde el siglo XX, el desarrollo de armas cada vez más sofisticadas han hecho que hasta los búnkeres más reforzados sean inútiles. Está demostrándose, desgraciadamente, con gran derramamiento de sangre, tanto en el conflicto entre Rusia y Ucrania, como en Gaza, que los sistemas de detección y eliminación antiaérea son lo único realmente eficaz contra los bombardeos y ataques con drones.
Pero no solo las agresiones armadas ponen en peligro nuestra vida. Hace poco más de cuatro años, un virus desconocido paralizó todo el planeta, obligándonos a encerrarnos en nuestros hogares para protegernos de una muerte segura, hasta que los científicos lograron encontrar la primera vacuna y determinar su tratamiento. En aquel momento nos beneficiamos de las comunicaciones y de la informática para sobrellevar el aislamiento.
Hoy, el fallo de la actualización de un cortafuegos informático nos ha recordado nuestra dependencia tecnológica y nuestra vulnerabilidad. Y si las cancelaciones y retrasos en los vuelos y otros servicios de transporte han provocado el caos para millones de personas, mucho más peligroso e importante ha sido la paralización de nuestros sistemas sanitarios.
Este parón debería de hacernos recapacitar sobre lo imperativo que es evolucionar tecnológicamente, mejorar nuestra protección y aprovechar el ejemplo de China, país que no parece haber sido muy afectado.
Los chinos llevan décadas trabajando para ser autosuficientes informáticamente. Es fantástico estar tan interconectado y tener la posibilidad de obtener información de manera casi instantánea pero también saber que si alguien aprieta el botón equivocado en alguna parte del mundo nuestra vida no se va a paralizar.