Ha caído en mis manos un libro de segunda mano de Indro Montanelli, una recopilación de retratos de muchos de los personajes que conoció, y me apetece escribir del gran periodista. Cuando yo era niño, todo el mundo en España leía su Historia de los griegos / Historia de Roma, donde contaba la antigüedad como si fuera la política italiana, una tragedia bufa. Se palpaba entonces en los quioscos una rivalidad entre los dos gigantes del periodismo italiano de la época: estaba la Fallaci y estaba Montanelli, pero yo era ya más de Montanelli. Me reafirmé luego, cuando pasé tiempo en la Italia de la década de 1980. Todos los días me compraba Il Giornale para leer a Montanelli mientras desayunaba. Y aun hoy el café de máquina italiana me trae un recuerdo proustiano de su prosa concisa, más norteamericana que italiana, con sus calculados golpes de humor y de malhumor. Incluso mis amigos de la Universidad de Siena, que eran todos inevitablemente comunistas, reconocían en privado que le leían, a él, la bestia negra de la izquierda italiana. Le reconocían su rebeldía, que él practicaba en su forma más pura, que es la sinceridad. Lo venía haciendo ya desde su primer gran trabajo como corresponsal en la guerra de España, cuando el fascismo estuvo a punto de procesarle por atreverse a ridiculizar una victoria de los voluntarios italianos («Un solo enemigo: el calor», había titulado su crónica). Muchos años después, en 1977 (y recuerdo, de niño, haber leído la noticia en la prensa), fueron las Brigadas Rojas las que le gambizzaron, le tirotearon las piernas para dejarle en silla de ruedas, como hacían en aquellos años de plomo. Ni lo consiguieron ni aquello arredró tampoco a Montanelli.
El caso es que, en periodismo, quien llega a entender la política italiana puede entenderlo todo, y nadie conocía la política italiana como Montanelli. Sus memorias son una delicia, el sueño de todo periodista, un paseo al aire libre de la historia, en el que el autor se va tropezando con todos sus protagonistas, a los que despacha con prosa de epigrama. Mussolini «era el totalitarismo corregido por la ineficacia italiana». Franco «como buen gallego, estaba convencido de que el tiempo perdido es tiempo ganado». Evita Perón «era como una lámpara fluorescente: brillaba sin dar calor». Se fijó que Churchill, en realidad, llevaba el puro siempre apagado. De Nehru descubrió que bebía el agua del Ganges para no ofender a los religiosos, pero que antes se ponía la vacuna del tifus. Cuando Juan XXIII le citó para anunciarle el Concilio Vaticano II, sin embargo, le pidió al Papa aplazar la entrevista porque jugaba la Fiorentina. Era su punto de soberbia toscana; porque Montanelli era un feroz señor del Renacimiento como los que pintaba Gozzoli, un condottiero que vertía tinta en vez de sangre.
Luego pasé otra temporada en Italia en la década de 1990 y me lo volví a encontrar en el quiosco, esta vez batallando contra Berlusconi. El magnate era el editor de Il Giornale, y Montanelli, que lo había identificado antes que nadie como un peligro, se había ido para fundar La Voce, que era exactamente eso, una voz, la suya, clamando en el desierto. Falleció, nonagenario, en el 2001. Yo creo que no quería pisar el siglo XXI y no me extraña. Poco después, cenando en Jerusalén, la corresponsal de Corriere della Sera, mi querida amiga Elisabetta Rosaspina, me contó que Montanelli había sido su mentor. Le recordaba con devoción. Leo ahora este libro de retratos y todavía puedo oler el aroma de ese café como solo lo saben hacer en Italia.