El frío de los mares del Sur nos ha dejado helados. El Atlántico, de nuevo. Se vistió de muerte una vez más y se ha llevado a nueve tripulantes del Argos Georgia y a otros cuatro los tiene escondidos en alguna de sus guaridas. Lloran las campanas. Una vez más, se escuchan en la costa gallega tañidos que suenan a tragedia. Galicia paga con héroes el tributo de querer cultivar los océanos, insaciables cuando la furia los desborda. No hay consuelo ni paños suficientes para secar las lágrimas de quienes han perdido a un padre, un marido o un hijo en las garras de una masa de agua derivada en monstruo hambriento. La espera eterna. Desesperada. El negro del luto se le pegará para siempre a sus días. Los supervivientes y los suyos llevarán sus horas de angustia cosidas para siempre a su memoria. A partir de ahora, el calendario lo marca esa bajada al tártaro. Para unos y unas son jornadas de llorar ausencias, pero para otros tienen que ser de reflexión y acción. Esta gente no debe seguir saliendo al mar vendida a los avatares. En los tiempos en los que se habla de conquistar la Luna, no puede haber trabajadores que se mueran de frío en una balsa, ni que sus cuerpos vaguen perdidos por el desierto salado por no disponer de balizas. El mar es imprevisible y los barcos han de estar dotados a la medida de los riesgos. Que promuevan normativas internacionales que así lo exijan, sin que puedan valer los subterfugios y escondrijos bajo banderas. Es un fracaso que las desgracias vayan marcando el paso de las legislaciones. Tomar medidas al ritmo que suenan las paladas de tierra sobre los féretros es perder la partida de antemano. El mar siempre te pone a prueba. Exige salir preparado y con garantías. Las vidas, siempre por delante.