«Et canis in somnis leperis vestigia latrat» (Y el perro en sus sueños ladra a las huellas de la liebre). Esta vieja frase de Petronio Árbitro (tuvo que cortarse las venas por conspirar contra Nerón) la utiliza como lema de su WhatsApp un colega de aventuras varias. Acaba de graduarse en Ingeniería Aeronáutica, pero desde adolescente tiene afición por observar qué hacen los lobos. Este domingo se sumó a un superespecialista en la materia y allá nos fuimos los tres a un monte muy elevado donde pastan los caballos y habitan las fieras. Hubo que levantarse a las cinco de la madrugada. A esa hora, el mundo dormía los excesos verbeneros del sábado. En la pista por la que circulábamos nos topamos con un gato y un zorro aún juvenil, supuestamente en juegos. Huyeron al advertir el auto. Aún está oscuro y ya había peregrinos caminando con paso firme. En lo alto asomaba el alba, y, a lo lejos, un faro aún daba vueltas a su ojo incandescente. Un manto de nubes cubría el valle. Los équidos ya estaban erguidos y pastaban tranquilos, sin inmutarse por la presencia de extraños. Nos apostamos detrás de unas rocas, con el viento de cara, para que no nos oliesen los lobos, y en silencio. Venía el día, solo se oía el zumbido de los eólicos y teníamos la sensación de que el universo se había quedado parado. Después de una espera considerable, ahí aparecen. Son tres, dos machos y una hembra. Silenciosos, prudentes, pero imperiales. Se aprestan a desayunar los restos de un potro que tienen de días atrás. Lo toman con paciencia. Cuando están satisfechos, se esfuman. Mis colegas están eufóricos. Como si saliesen de una fiesta. En el café posterior surge el eterno debate sobre el lobo. Como en todo, la solución está en el equilibrio.