Yo llevaba todo este tiempo del proceso catalán con la convicción de que Puigdemont me caía mal. Hasta ahora. Pero he cambiado. ¿Cómo te pueden caer mal, por ejemplo, los payasos Tonetti? Con ese pelo de los Beatles —o tal vez de los más modestos Beatles de Cádiz— y sus números de magia, que tanto recuerdan a los de esos alemanes Siegfried y Joy, que hacen desaparecer tras una colcha dorada todo lo que pillan —un transeúnte, un autobús, un delincuente—, a mí Puigdemont hasta me cae bien. Entiendo por fin que ha venido a la política a divertirse, no a ganarse el respeto de los espectadores. Ha venido a hacernos reír, a reírnos de él. Pero no es el payaso de las bofetadas al que canta León Felipe. Él no está dispuesto al cuerpo a cuerpo. No escapa de las cadenas o del fondo del río. No se juega la vida. En realidad, más parece un concursante del Gran Prix que un político en el exilio. Él no está —nunca está— al frente de su pueblo. Se limita a gritar —como los niños de mi infancia a los jardineros de los jardines de Méndez Núñez— «aquí no llega la manga riega». Puigdemont cree que todo esto es un juego. Es un mequetrefe sin dignidad.
Yo ya llevo escritas unas cuantas columnas como esta a lo largo de los años. Llevamos talados unos cuantos árboles para tanto papel. Hemos gastado ríos de tinta. Horas de televisión. Pero en realidad Puigdemont se merece la atención que merecerían en la política King África o Georgie Dann con sus canciones del verano. Ya saben: bailemos el bimbó.