
En el Jurásico, hace unos doscientos millones de años, los dinosaurios se convirtieron en pájaros; los humanos llevamos aquí poco más de doscientos mil, es decir, tenemos mucha menos experiencia de lo que es sobrevivir en este planeta.
Releía un bellísimo artículo de Miguel-Anxo Murado publicado en su recopilatorio Los trenes nocturnos, que titulaba «El latín de los pájaros». Murado diserta con una pluma limpia y erudita acerca de los diferentes trinos de las aves, trenzándolos con recuerdos personales. Me hizo sentir y me hizo pensar, algo que solo la buena literatura consigue.
Mucho se ha escrito sobre el canto de los pájaros y muchos son los refranes sobre el tema, pero nadie habla sobre su silencio.
El ser humano lleva conviviendo con ellos desde su origen y se entiende la fascinación por estos seres que vuelan y aparentan hacer música, quizá por ello su canto es uno de los sonidos que más relajación produce. Pero no es solo su belleza la que desencadena esa sensación de paz, la cuestión es más profunda...
Tras tantos años de evolución junto a ellos, no solo hemos aprendido a disfrutar con sus cantos, también hemos a aprendido a temer su silencio, porque los pájaros son unos seres que barruntan como nadie el peligro y, al contario de la mayoría, cuando lo huelen, se callan. Por eso sus trinos son tranquilizadores, porque su sonido va asociado a la certeza ancestral de que todo va bien.
Estos días he estado atento a sus cánticos y comprobé que el mirlo, las palomas, las urracas, los gorriones, petirrojos, lavandeiras, cuervos, verdecillos y el resto de especies que conviven conmigo siguen trinando.
Desconozco si en Ucrania, en Gaza, en Bangladés, en Illinois, Caracas o incluso en «la Cataluña de Mortadelo y Puigdemont» (lúcido titular de Pérez Reverte) seguirán cantando o guardaran un silencio amenazador.
De momento, las que están que no callan son las gaviotas, será que están en el mar y saben que en el agua empezó todo y que, si hay que volver a empezar, será otra vez ahí.
Hemos aprendido poco de los pájaros, es verdad que cuando cantas sueles tener el corazón contento, pero en lo tocante al silencio no hemos aprendido nada, todo lo contrario, cuando más tensión hay, más hablamos, chillamos, graznamos y zureamos.
Platón definía al ser humano como un «bípedo implume» y, aunque su definición no destaca ninguna característica esencial de la especie, sí que retrata de algún modo nuestra condición de seres bípedos, sin plumas y cacareando todo el día.
El mirlo del carballo se arranca con una melodía in crescendo por toda la escala de tonos. Me interesa más su silencio.