
El concepto de «razón de Estado» viene de muy atrás. Antes, incluso, que Maquiavelo. En El Príncipe y en los Discursos defiende que el Estado puede atribuirse competencias que estén por encima de la misma ley. La «razón de Estado» siempre ha sido una atribución propia de las naciones para continuar avanzando, pese a quien pese. Pese a la misma razón. Pese a la legalidad. Pese a la estructura constitucional. Nunca, sin embargo, hemos llegado tan lejos. Hacer de la burla una razón de Estado es algo que nunca había presenciado. Lo sucedido el pasado jueves no es afín a una democracia avanzada. No lo es, ni siquiera, en agosto. Un prófugo de la Justicia española, con orden de detención inmediata, anuncia un mitin en Barcelona. Lo saben todos los medios de comunicación. Obviamente, debían saberlo la Policía, Guardia Civil y Mossos. El individuo prófugo (del que el actual presidente del Gobierno dijo que lo traería a España para juzgarlo) pronuncia un discurso durante varios minutos. Desaparece. Como Houdini. Un mago del ilusionismo. Sus adeptos se jactan de una nueva bufonada contra el Estado y uno, que ve y escucha, piensa que ya nunca podrán humillarnos más. Ese es el sentimiento de unos cuantos. Quizá no demasiados. La gente está con sus playas, sus visitas, sus nécoras y sus cañas. Pero no. No pueden humillarnos más. Ha sido el culmen de todos los despropósitos. Se ríen de todos nosotros. Derechas, izquierdas y centros. De usted también. Aunque piense que todo esto no va con su vida, ni con su modo de funcionar, ni con el futuro. Pero se ríen de todos nosotros. Nos hemos acostumbrado a ser burlados. Toreados, se dice también. Somos piedras del camino que pisan sin decoro ni urbanidad. Sin educación ni buenas maneras. Se ríen de nosotros porque pueden hacerlo. Un viejo amigo me lo contaba en la tarde del jueves. Habló con uno de sus vecinos en A Lanzada. Hombre mayor y sabio, emigrante que se ganó muchos duros trabajando de sol a sol. Cuando escuchó la noticia de Puigdemont y de su mitin y de su nueva fuga, preguntó de modo retórico, sencillamente: «¿Sabes por qué pasa todo esto?». Mi viejo amigo no dijo nada y aguardó que su vecino continuase. Continuó: «Porque la gente los vota». No hay más. Aquí se acaba toda especulación y todo relato. La gente (una mitad) los vota y les da igual que se rían en su cara, que los desdeñen y menosprecien. Ya no importa que se rían de ti. Lo que importa es que quien se ría sea de «los tuyos».
He dicho muchas veces, y lo reitero con vehemencia, que en democracia no le ha pasado nada peor a España que el actual Gobierno (incluido Zapatero). También he dicho que habría elecciones en otoño. Me he equivocado. Somos capaces de soportar todo lo que nos echen encima. El paseo de Puigdemont ha sido el espejo de la mayor degradación del Estado en décadas. No podemos caer más bajo en el pozo. Ya solo cabe ir mejorando.