Los que piensen que Pablo Llarena Conde, magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo desde los 53 años, lo que explica su valía profesional, tiene una cierta animadversión personal contra el prófugo Carles Puigdemont, no están en lo cierto. Llarena es un hombre estudioso del Derecho y riguroso, que no se acobardó ni lo hará ante las amenazas de los acólitos del fugado, que dedicaron buena parte de su tiempo a hacerles la vida imposible al togado y a su familia. Lo único que persigue Llarena es que Puigdemont rinda cuentas ante la justicia, lo mismo que tendría que hacer cualquier ciudadano, que al fin y al cabo es lo que recoge el artículo 14 de la Constitución: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».
¿Qué armas tiene el magistrado ante tanto patético escapismo y provocación del expresidente catalán? Pues ni más ni menos que el ordenamiento jurídico español, que, a su criterio, Puigdemont sigue vulnerando a pesar de que el Gobierno de Sánchez y sus socios de legislatura hayan hecho todo lo posible para que aquel se saliera de rositas y Sánchez pueda seguir agonizando, pero agonizando en la Moncloa, que la agonía siempre será mejor de sobrellevar.