La alegoría emocional del viaje de la vida

Miguel Ángel Escotet LÍNEA ABIERTA

OPINIÓN

MONICA IRAGO

23 ago 2024 . Actualizado a las 09:09 h.

En cualquiera de los grandes periplos iniciáticos del imaginario que construye la literatura, aun por encima de la aventura misma y sobre la meta que este persiga, las emociones son el núcleo, el centro del viaje, la bisagra que une experiencia, emoción y consciencia. Si esto sucede en ese meta-mundo fabricado por la creación literaria es porque es un fiel espejo de la vida real. Nuestro viaje vital es un desafío, una corriente de experiencias, una concatenación de cambios, una carrera de recuerdos. Vivir es emocionarse, sentir, es percibir.

La trascendencia de las emociones es indudable en nuestra vida, en cualquiera de las etapas del ciclo vital y, por supuesto, durante la adultez. El ciclo de la vida implica un aprendizaje permanente con diferentes etapas que es necesario atravesar y en las que vamos adquiriendo madurez. En cada una de ellas afrontamos y equilibramos fuerzas contrarias que requieren una síntesis. En la edad adulta el desafío está en encontrar el equilibrio entre la propia integridad y el desaliento, entre la sabiduría y la incerteza, entre el valor de la experiencia en la predicción de los hechos y la incertidumbre asociada a las variables externas e impredecibles. La primera, la integridad, entendida como la fidelidad a aquellos principios universales que nos han permitido crear una cultura, reconocernos como viajeros de un mismo planeta, siendo fieles a nuestro entorno cercano y al gran entorno que abarca a toda la humanidad. Quien ha aprendido a cuidarse, a preservar su entorno y el de los otros seres, sin duda aceptará sus triunfos y sus desilusiones, inherentes al hecho de vivir. Es lo que podríamos entender por sabiduría. En cuanto al desaliento, este se traduciría en un abatimiento ante la incertidumbre de lo que queda por vivir, con los sentimientos de soledad, desolación y el cuestionamiento de todo lo que se daba por cierto e inmutable.

La longevidad supone una etapa de introspección, de balance entre pasado, presente y futuro. Esta interioridad significa no solo una revisión de la historia de la propia vida, sino también el hecho de plantearse de nuevo la conducta pasada, admitir los errores y valorar nuestra contribución al bienestar de quienes nos han acompañado en nuestra vida. Sigmund Freud sostenía que, en este trabajo emocional de aceptar aquello que se ha marchado y valorar aquello que se ha conservado, recordamos, repetimos y elaboramos las experiencias que han dado sentido a nuestra vida personal.

La identidad se construye siempre dentro de un contexto social que puede ser facilitador en cuanto a experiencias de enriquecimiento personal. La sociedad actual ha abrazado progresivamente un paradigma de envejecimiento activo que se refleja en la creación de múltiples programas para fomentarlo; la mayoría de ellos se enmarcan en el ámbito del aprendizaje a lo largo de la vida, la actividad física, los viajes reales o virtuales, las acciones de voluntariado en favor de la sociedad, con apreciables beneficios para quienes los practican. Tan importante como el aspecto físico y cognitivo es el cuidado de las emociones, un ámbito que parece no tener todavía un lugar propio dentro de estos programas, a pesar de la importancia del corazón en la psicología profunda. «Tu visión se hará clara solo cuando puedas mirar dentro de tu propio corazón. Quien mira hacia afuera, sueña; quien mira hacia adentro, despierta», expresa sabiamente Carl Jung.

En este sentido, el programa Conociendo las emociones, una iniciativa de Afundación y del Matia Instituto del País Vasco, mira hacia adentro, y surge de una primera investigación en la que se evaluó el programa de envejecimiento. El estudio nos habla de las conclusiones de los participantes, que fueron: el conocimiento y el desarrollo personal, la reparación del dolor y la mejora del bienestar, así como el pudor, entendido este como una actitud de escepticismo y autoprotección.

Esto se debe, lo interpreto yo como psicólogo, a que, cuando la madurez nos ha preparado para vivir sin falsedades y sin engaños, el tiempo nos ha enseñado a sumergirnos en lo que en verdad constituye el hecho de ser humanos. Entonces, cuando ya hemos asimilado que no somos lo que poseemos, sino lo que hemos entregado a los seres que nos rodean, en ese momento el cerebro está preparado para hacernos comprender que debemos ser espíritus de bondad los unos para los otros, que el mundo sigue lleno de magia y belleza que podemos compartir, que en compañía podemos ver el mundo agrandado y embellecido gracias a otras experiencias y que, en gran parte, la vida consiste en tender puentes para acercarnos y beneficiarnos mutuamente. «El único viaje verdadero, decía Marcel Proust, el único baño en la Fuente de la Juventud, no consiste en visitar tierras extrañas, sino en poseer otros ojos, ver el universo a través de los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es». El viaje de la vida como la gran metáfora de nuestra Ítaca particular tendría que acompañarnos siempre bajo las emociones que representan la vida misma, pues los sentimientos nos empujan a continuar el viaje, a perseguir los sueños, a desprendernos del tiempo y destapar el cielo.