El pasado día 10, en la hermosa iglesia de San Francisco de Betanzos, fui ordenado diácono permanente por el arzobispo de Santiago de Compostela. Conforme la gente se va enterando, se multiplica la pregunta: ¿por qué y para qué? No es fácil responder en 1.450 caracteres, pero voy a intentarlo. Vaya por delante que el diaconado, aunque ahora suene a algo nuevo, es una realidad presente ya en los primeros tiempos de la Iglesia; con una presencia, hay que añadir, muy importante. Luego, durante siglos, esa presencia estuvo oscurecida, quedando el diaconado reducido a una simple etapa previa a la ordenación sacerdotal, normalmente breve (por consiguiente, solo para hombres célibes en la actual regulación del sacerdocio católico). El Concilio Vaticano II lo recuperó en su sentido genuino, como un ministerio con sentido en sí mismo y abierto a hombres casados.
Vamos con el por qué. Decir «porque así me lo ha pedido Dios» es no decir nada y decirlo todo, depende de si el lector es creyente o no lo es. Ciertamente, no tuve una teofanía, qué más quisiera yo. Pero han sido muchas las voces que a lo largo del tiempo me iban proponiendo ese camino: Dios se sirve de mediaciones, normalmente muy sencillas y humildes. ¿Y el para qué? Solo puedo decir que el diaconado no es un cargo, ni un título honorífico, ni un premio, y mucho menos una prebenda. Es una responsabilidad: servir en nombre de la Iglesia al desarrollo humano integral.