Borges afirmaba: «De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz, luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación».
Miro de soslayo los anaqueles de la librería repleta de libros, recuerdos y suvenires. Me atrapa la mirada una foto de 1982 con Camilo José Cela en su casa de Palma, platicando sobre la última novela ambientada en Piñor de Cea; la escena solo tiene el valor de la nostalgia y el placer de haber conocido a un personaje como don Camilo. La foto se apoya en un libro que me regaló una novia ese mismo año, un tocho encuadernado en rojo cardenalicio titulado El libro de los mil sabios. Se trata de una recopilación de frases y pensamientos universales que profundizan en el alma humana que me ha acompañado en varias mudanzas y que he manejado mucho para documentarme a la hora de escribir.
El libro está gastado, sus lomos han encanecido, las cubiertas decoloradas han perdido rigidez y las páginas han amarilleado, decoradas con diminutas manchas de humedad. «Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre. El fuego, la humedad, los bichos, el tiempo, y su propio contenido», decía Paul Valéry.
De tanto en tanto, hago una limpia obligado por la falta de espacio, pero soy incapaz de deshacerme de la gran mayoría porque, en definitiva, son mi memoria y mi imaginación. Me he dado cuenta de que envejezco con ellos. Decía Paco Umbral que los libros respiran y consumen oxígeno, lo que hace que te hagan envejecer a la par.
Los libros agonizan por lo que ocupan, lo que pesan, el polvo que acaparan, el precio y la falta de lectores. El soporte digital ha venido a reducirlos a «no cosas», esas que «están» pero no se «tienen» y con las que no se puede entablar una relación sensorial que incluya el tacto, el olor o el apego fetichista. Entiendo perfectamente sus ventajas, la comodidad, la utilidad, la asepsia y el ahorro de espacio que otorga el libro electrónico, pero soy incapaz de renunciar a estos seres de tinta que me roban el aire para mantenerme vivo.
A veces los miro con una cierta nostalgia pensando qué será de ellos cuando ya no esté para cuidarlos. Acabarán en un fuego de lareira, vendidos a un chamarilero o decorando ambientes de mentira por metro lineal. Agonizaremos juntos.