Hemos llegado a un punto en el que un candidato a la presidencia de Estados Unidos puede soltar en pleno debate sin ponerse colorado y sin quedar herido de muerte que en una ciudad de Ohio los haitianos se están comiendo a los perros y a los gatos. Así, a granel. En ese jardín de medias verdades y generalizaciones absurdas que suelen ser las campañas políticas nunca han brotado unas plantas carnívoras de semejante tamaño como las que salieron de la boca de Donald Trump en su duelo con Kamala Harris. El magnate también aseguró, de paso, que en algunos estados se abortaba en el noveno mes de embarazo o incluso después del nacimiento (y no es la primera vez). Y tan pancho. Nathan Clark, de Springfield, Ohio, la supuesta zona cero del holocausto perruno y gatuno, tuvo que pedir a los conservadores que no sigan usando a su hijo muerto para alimentar el odio. Su niño murió cuando un furgón conducido por un haitiano sin carné chocó contra un bus escolar. D. J. Vance, el tipo que se presenta en el tique electoral de Trump con vistas a la presidencia, dijo que el menor había sido asesinado por un inmigrante. El pobre padre recordó que fue un accidente de tráfico y que su pequeño era alguien alegre y abierto con otras culturas, con lo que la mentira supone un insulto a su memoria. «Esto tiene que parar», dijo. Pero la carrera no para. Vance también ha creado una nueva categoría de amenaza fantasma. Una suerte de Cruella de Vil de nuestros turnos. La señora sin hijos y con gatos. Un ser casi mitológico que mueve los hilos de Estados Unidos y que castiga al ciudadano con sus propias frustraciones y complejos. No como su amigo y benefactor Peter Thiel. No como Mark Zuckerberg. No como Elon Musk. Pero claro, perro no muerde perro.