¿En qué piensa un autor cuando se plantea escribir una novela? De forma explícita, o no, sabe que su obra deberá contener reflexiones sobre la vida, la muerte, el amor, y, en el fondo —como tejiendo los hilos del tono de la narración— habrá que ocuparse del tiempo; tal vez también de la sensualidad, el trastorno, las vicisitudes, el acceso a los distintos niveles que constituyen la existencia… Thomas Mann, en La montaña mágica, logró acceder a estos enfoques que le han permitido explorar las más recónditas laderas de lo que sucede en «la llanura» —el mundo de abajo en el que nos hallamos los seres humanos en nuestra cotidianidad—; para ello sitúa a los personajes en un lugar elevado, «la montaña» —un sanatorio, donde serán posibles experiencias más profundas y auténticas de vida y realidad—.
Lo llamativo de la novela es haber creado un espacio sin espacio y un tiempo sin tiempo. El lector sentirá cómo, poco a poco, se sumerge en un ambiente del que no va a querer salir, del mismo modo que les sucede a los personajes, ya que arriba será posible pensar, sentir, amar, enfermar, batallar sin prisas con las conversaciones, etcétera, hasta experimentar la «duración pura», aproximarse a la eternidad que nos permiten ciertos estados de conciencia. El autor tuvo la genialidad de embaucarnos con el eco de las tonalidades de la escritura plagada del vaho persistente del amor, que impregna como sustancia la totalidad del libro.
El amor aquí es pestilencia, factor patógeno dada su prepotencia, anhelo de inmaterialidad por la molestia que supone para los humanos soportar las metamorfosis que nos acucian como seres vivos poseedores de carne con tendencia a la putrefacción. En la montaña, el cuerpo de la amada es doblemente cuerpo porque la enfermedad lo ha situado más próximo al origen, al espíritu; así, sus potencialidades eróticas gozan de especial intensidad y belleza. Resulta sorprendente el análisis que se hace de la naturaleza del amor al postular la posibilidad de que la enfermedad sea amor metamorfoseado, del mismo modo que la materia y la vida no son más que excrecencias del espíritu. «La vida no era más que una progresión por el camino aventurero del espíritu que se había vuelto impúdico…».
Cualquier escritor que emprenda la tarea de redactar una novela sabe que ha de enfrentarse a alguno de los temas que Thomas Mann trata en la obra que en noviembre cumplirá cien años de su publicación, aunque no será fácil alcanzar el grado de maestría del autor alemán galardonado con el Premio Nobel en 1929.