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Uno de los mitos más floridos de los ochenta, junto con la niña de la curva, las dos horas de digestión antes del baño y los chicles que se pegaban a las tripas, era el del reparto de droga a la puerta del colegio. La leyenda colocaba a un ejército de camellos sin remilgos a esperar a los chavales frente a la escuela para engancharlos sin remedio a alguna de las sustancias ilegales, más allá del sol y sombra, que entonces cabalgaban por las calles. El formato más habitual era el de despachar la porquería en caramelos, lo que convertía en sospechoso a cualquiera que te ofreciera una nube dulce fuera de contexto. Era evidente que a la heroína se accedía sin dificultad, a la vista del terrorífico parte de bajas, pero ni los vendedores merodeaban por los colegios ni nadie fue capaz de demostrar que los chimos de color violeta ocultaran un corazón estupefaciente.
Más recia fue la teoría que sostenía que el Estado repartía droga entre los jóvenes vascos para amodorrarlos en plena fiebre aberzale. Investigaciones recientes parecen liquidar la conjetura, pero nos sirven para recordar que bien viene a veces la droga para embadurnar de porquería al adversario. Ayuso, por ejemplo, defiende en pleno presente que «hay un interés desmedido por colar la droga en nuestra sociedad» porque «la izquierda necesita tener a la gente empobrecida, dividida y sin estímulo». Porrompompón. La dirigente del PP contrarresta a zambombazos la propuesta de legalización del cannabis terapéutico, un estándar en estados tan fallidos como Alemania, y de paso refuerza el estereotipo del yonqui pobre, como si en palacio, el baño del Congreso o el club de campo solo se esnifara Eau de Rochas.