La ciudadanía ya no confía en sus instituciones. Tantas son las que han hecho nuestros representantes políticos y sus adláteres que las sospechas recaen sobre todo el funcionariado. Por poner un ejemplo: que el chófer de un exministro cobre comisiones en una de las mayores crisis sanitarias que recuerda la humanidad supone que el pueblo generalice y vea corruptos y bandoleros allí donde no los hay. Últimamente hay clientes en los despachos de abogados que, influidos por tanta corruptela, piensan que en los juzgados es lo mismo y te sueltan aquello de que «si hay que dar un sobrecito, que por eso no sea». Tras notar mi malestar por semejante barbaridad me responden con acritud si aún creo en «pajaritos preñados». Insisten en que en España la corrupción es generalizada y la Justicia no va a ser menos. Recuerdo un cliente que me aseguró tener pruebas acerca de algún mandamás de un juzgado que se había dejado comprar por la contraparte para que su pleito le beneficiara. ¿El precio? Una comida consistente en churrasco y vino con gaseosa. Cuando le contesté si era consciente de que estaba hablando de un colectivo cuya honorabilidad está fuera de toda duda y que sus palabras me ofendían, su respuesta fue: «Es que eso no es todo. Es que además tomó postre. Me lo dijo el camarero». Y tras concretar que el dulce fue una tarta al whisky, se levantó y abandonó el despacho. Para él, yo era un corrupto más por no querer ver lo evidente.