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No es sencillo ser libre. Implica discernimiento. Acarrea responsabilidad. Conlleva capacidad de elección y riesgo de equivocación. Y no todo el mundo está preparado ni quiere asumir esos compromisos; de hecho, la mayoría de los ciudadanos se asocian o participan en colectividades en donde su capacidad de decisión o libre albedrío está seriamente condicionada por toda una retahíla de normas y preceptos que aceptan de buen grado a cambio de la cesión de parte de su independencia o autonomía. Desde religiones hasta partidos políticos o asociaciones deportivas.
En los tiempos del imperio romano, algún esclavo hubo que no aceptó la manumisión de su amo o patrón para adquirir el título de liberto. Preferían carecer de los derechos que conllevaba el acceder a un cierto grado de ciudadanía y, a cambio, tampoco tener obligaciones (salvo las de servir a su dueño) con la urbe.
Es lo mismo que ocurre en nuestros días con los que profesan una religión. No son libres, pero aceptan con satisfacción incluso su reclusión perpetua. O con los que se adhieren a una organización o asociación comunitaria. Deben someterse a toda una serie de normas y compromisos que, seguro, coartan su independencia.
En realidad, la libertad es una quimera fruto de una ilusión de nuestro raciocinio. No existe. Quien más, quien menos, todos somos cautivos de nuestros traumas, de nuestras ambiciones, de nuestra educación.
En nuestros días, determinados colectivos privilegiados y muy respetados, conocedores de la importancia y significación de la interpretación partidista de determinados conceptos y palabras, se han apropiado de muchos vocablos tintándolos de la ideología y significado que más les conviene a sus intereses. Ocurre con progresismo, libertad, sabiduría, idealismo…. Son, habitualmente, gentes de izquierdas, cultas y/o estudiadas, las que, poco a poco van puliendo y delimitando los significados hasta conseguir que la mayoría adopte su semántica. Y lo consiguen: el progresismo es «guay» y el conservadurismo es «facha»; la libertad es un bien supremo; la sabiduría es patrimonio inherente a los ámbitos universitarios; el idealismo es incompatible con el capitalismo. Todo demasiado sencillo. Poco elaborado. Pero de fácil asimilación.
Por ejemplo, en este balneario occidental en donde tenemos la suerte de vivir presumimos de gozar de libertad para votar y elegir a nuestros gobernantes. Tal práctica está muy prestigiada, y, por eso, pretendemos extenderla por todos los confines. Y no puede ser. Primero, porque esa presunta libertad no es tal; está mediatizada y dirigida por las clases gobernantes que deciden las opciones a elegir. Y segundo, y más importante, porque la libertad es una noción tan etérea y tan amplia que si alguien quisiera ejercerla en su plenitud no sería admitido en la sociedad. La libertad (como la justicia o la igualdad) es un desiderátum, una aspiración encomiable pero irrealizable. Al menos en el ámbito de la convivencia. En su vertiente íntima, cada uno la puede administrar a su conveniencia: ¿quién es más libre, el anacoreta en su cueva o la millonaria en su palacio?
No es verdad que seamos sociedades libres. Y lo pudimos comprobar con motivo del confinamiento o arresto domiciliario impuesto por mor de la pandemia del covid 19. Los gobernantes se asustaron y nos asustaron. Nos encerraron durante meses en nuestras viviendas (y la gente aplaudía desde los balcones). Posteriormente, la pandemia continuó y continúa, pero ya no se atreven a paralizar los países. Lo realmente trascendental es que quien ejerza el poder tenga el suficiente tino y sensibilidad y sabiduría para gobernar con ponderación y acierto. Somos muchos los que preferimos un buen caudillo a un déspota liberal.
Pero alardeamos de nuestra supuesta libertad y queremos exportarla, imponerla en todos los pueblos. Aunque posean tradiciones y costumbres distintas a las nuestras. Es lo mismo que ocurrió con las religiones en la antigüedad. Cada creyente pensaba que su fe era la verdadera y arrasaba pueblos y quebraba vidas en su afán evangelizador.
Si tanto nos preocupa la libertad de los demás, permitamos que puedan mejorar sus condiciones de vida emigrando a donde les apetezca. Es hipócrita y ruin abocar a miles de desgraciados a una trágica travesía en busca de un lugar en donde vivir por preservar un modo de vida acomodado y ocioso de una minoría afortunada por su lugar de nacimiento. Y es lacerante ver cómo apóstoles de la libertad, predicadores de la igualdad, sindicalistas de la solidaridad, defienden sus derechos adquiridos a cambio de condenar a la penuria o a la muerte a nativos de otras poblaciones. Nosotros sí que les truncamos su legítimo derecho a la libertad.