La expresión «matar al padre» es una figura retórica que Freud utilizó para describir el proceso evolutivo en el que dejamos atrás a nuestros progenitores como referencias principales de nuestra vida para adentrarnos en la autonomía adulta. El sabio austríaco habló de ello desde un contexto cultural heteropatriarcal, en el que la madre se limitaba a las labores de cuidado y era el pater familias quien introducía a los hijos en la sociedad. Entonces, ¿qué queda hoy en día de ese momento madurativo? ¿Seguimos necesitando matar al padre?
Vayamos por partes. Ser padres y ser hijos es un camino inevitable hacia la decepción. Ni los hijos serán los que un día soñamos, ni los padres son aquellos que idealizamos. Esto no significa que las relaciones entre padres e hijos no puedan ser fuente de grandes satisfacciones. Durante la infancia tendemos a creer que nuestros progenitores tienen las soluciones a todos los problemas y las respuestas a todas las preguntas. Este ideal nos proporciona una confianza básica en las figuras de las que dependemos. Por su parte, los padres sueñan un futuro para sus hijos, y esa necesaria ensoñación se alimenta de sus propios anhelos y deseos. Sin embargo, cuando llega la adolescencia, ese conjunto de ideales empieza a resquebrajarse. Los padres dejan de ser aquellos en quienes queremos siempre apoyarnos, y los hijos ya no son los que un día imaginamos. Pero esto es positivo, porque ¿quién soportaría separarse de un padre o una madre perfectos? ¿Quién podría crecer si tuviera que construirse a imagen y semejanza de lo deseado por sus progenitores? Si todo sale bien, el reencuentro entre padres e hijos ocurrirá más adelante, como una reunión entre personas adultas y necesariamente imperfectas. A fin de cuentas, como decía Wilhelm Reich, los hijos no están en el mundo para sus padres, sino para la vida.
Es cierto que los padres de hoy no son los mismos que en el tiempo de Freud. La estructura y funcionalidad de las familias han cambiado mucho. Podemos hablar de una mayor fluidez en la forma que las familias toman, en las figuras que las componen y en los roles que desempeñan. La familia es ahora una red de relaciones mucho más cambiante, y su papel social también es distinto. Como señala José Ramón Ubieto, hemos visto la sustitución del padre por el iPad, que ha asumido algunas labores relacionadas con el cuidado, como el juego infantil, y otras con la incorporación social, por ejemplo, el acceso al conocimiento.
Idealizar a los padres es cada vez más difícil y la adolescencia comienza incluso antes de la pubertad. Los procesos de autonomía se hacen más complicados debido a las condiciones sociales en las que se dan. Además, las maternidades y paternidades tardías han hecho que muchos progenitores sean ya mayores cuando sus hijos aún no han alcanzado su plena autonomía como adultos. Esto lleva a que, en ocasiones, los hijos se vean en la necesidad de hacerse cargo de sus propios padres como ancianos antes de haber logrado emanciparse ellos mismos completamente.
Hoy en día, «matar al padre» no es una tarea sencilla. A veces, porque los padres están ausentes. Otras, porque las figuras parentales se diluyen entre diferentes personas a lo largo del desarrollo. Puede suceder que los jóvenes no tengan la posibilidad de proclamar su propia independencia afectiva y efectiva, o que sea muy duro tener que matar simbólicamente a un padre que se está muriendo realmente. A pesar de estas dificultades, sigue siendo necesario «matar al padre», aunque, en el mundo actual, esta metáfora haya adquirido nuevos matices y desafíos.