Nevenka, en el colegio, era una putilla. Frases tan redondas como esta se escucharon durante aquella época en la que una concejala de Ponferrada, menuda y llorosa, consiguió demostrar que había sido acosada por su jefe, el alcalde Ismael Álvarez, que al igual que ella militaba entonces en el Partido Popular. Fue la primera sentencia que se dictaba en España contra un político por encabezar una cacería sexual y laboral en la que participó toda la manada, antes y después de los hechos, en las calles y en los medios, en la intimidad y en público, y en entrevistas como la que concedió el fiscal del caso, José Luis García Ancos, de la que salió el enunciado que encabeza estas líneas. No sé qué pensará Ancos hoy del concepto putilla ni de la manera que a su parecer lo ejerció Nevenka, pero todos los Ancos de la época han de saber que veintidós años después de aquellos hechos la concejala acaba de ser ovacionada en el Festival de San Sebastián tras la exhibición de la película en la que Icíar Bollaín cuenta su trance. Entre la concejala putilla y la mujer a la que toda una sociedad pidió perdón a través de una larga ovación han pasado dos décadas y un par de mundos, aunque el sentimiento de reparación que quizá sintió Nevenka en el palacio Kursaal no compense su terrible relato, todavía presente en un rictus melancólico del que no consigue desprenderse. Recordemos que esta mujer fue acosada sexual y laboralmente; que sus vecinos se manifestaron contra la sentencia que condenaba a su hostigador; que fue despreciada por la derecha a la que servía el alcalde e ignorada por la izquierda, que la desamparó por ser del PP, como si el acoso fuese militante, y que desde entonces vive fuera de España, una decisión que siempre cheiró a exilio emocional. Hoy no habría caso Nevenka. ¿O sí?