En México fuimos conquistadores y emigrantes. Sobre todo, emigrantes. La conquista la hicieron Cortés y cuatro chalados seguidos por miles de indígenas que los apoyaron contra los aztecas y en apenas dos años (1519-1521) consolidaron un territorio inmenso. Lo demás fue emigración. Por eso siempre hemos querido tanto a México, porque se llevó en levas sucesivas nuestra sangre joven. Cortés con sus indios montó México. Y los emigrantes, también de otros países europeos y judíos y libaneses, lo hicieron grande. En la emigración republicana, unos veinte mil españoles encontraron allí refugio y libertad y, a la vez, enriquecieron la vida cultural del país. Tras la guerra volvieron algunos, pero la mayoría, con sus familias, se quedaron en aquellas tierras. Para decenas de miles de jóvenes asturianos, cántabros y vascos —los gallegos siempre tuvimos menos presencia allí— México significó prosperidad. Ellos montaron con el tiempo algunas de las empresas más grandes y exitosas del país, pero también una red extensa de pequeños comercios, de negocios medianos o de poderosos establecimientos financieros. Según el Instituto Nacional de Estadística, viven en México más de 150.000 españoles y, según otras fuentes, más del 80 por ciento de la población tiene ascendencia ibérica. Por supuesto, cantamos sus canciones en el mismo idioma. Y su gastronomía, tan apreciada, nace de las carnes de vaca, de cerdo y de oveja que llevamos, y del trigo, de los buñuelos y de los postres conventuales a los que dieron personalidad y gracia nuevas.
En fin, podría seguir un buen rato, pero solo para mostrar que la afrenta de esta semana responde a mera ruindad política. Algo que quizá también les hemos contagiado.