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Parece que con el otoño ha comenzado la lluvia tenaz de los inviernos de antes, aquella que nunca se iba, como la de la Mazurca de Camilo José Cela. Una lluvia que lava los pecados del verano y pone a cada uno en su sitio. La que restaura el orden de las cosas —porque cada uno regresa a su cubil— y rellena charcos y embalses. La lluvia que acaba con la trashumancia y la aventura.
Es ahora cuando comienza la vida clandestina. Yo, previsoramente, he comenzado a acaparar para el arca parejas de especies animales —dos moscas, dos ratones, una vaca y un toro—, mientras contemplo por la televisión esa otra lluvia, la de los misiles en Oriente Próximo. Del cielo a veces cae el maná bíblico que alimenta a los judíos en su éxodo o la basura espacial de rusos o chinos —tuercas y tornillos, placas de una chatarra carísima— e incluso los pequeños bólidos que desprenden los asteroides y que si caen en tu leira te hacen rico de la noche a la mañana. Otras veces, de algunos cielos caen bombas que matan al enemigo, pero también a los vecinos del enemigo, a gentes que ni lo conocían, que se llaman víctimas colaterales y que son un precio barato porque llevan vidas baratas.
Nosotros tenemos un cielo que viene del océano y que apenas entra en la península, que solo roza nuestra tierra y se retira de nuevo en su camino hacia el norte. Es un cielo a veces grandilocuente y dramático, pero otras es apenas un murmullo o el canto de una melodía lenta y nostálgica o el sonido de una gaita lejana. Bienvenidos al otoño.