Meter un oso en un hotel

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

Octavio Guzmán | EFE

09 oct 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Los hoteles son muchas veces una invitación a poner la vida en pause. En apariencia, el ritmo vital se mantiene constante pero tras la puerta de la habitación, por ejemplo, 313, es posible experimentar que eres otra. Como la coquetería para Milan Kundera, que era la promesa de un coito sin garantías, un hotel es la posibilidad de una aventura sin certeza, un ensayo de una identidad alternativa que arranca en el desayuno mismo, comiéndote unos huevos con beicon que en condiciones normales aborreces. Hay verdaderos misterios domésticos en una buena alcoba en la que pasas unas noches. Está la dureza del colchón, la textura de las sábanas y, ante todo, el mecanismo de apertura del grifo de la bañera, en cuya complicación se afanan todos los fabricantes del mundo. Hay personas que directamente viven en un Savoy y con esa decisión tan extravagante dicen más de quiénes son que en su testamento. Es como si no se tomaran la vida en serio, liberados de la factura del gas, que todos sabemos que es una vulgaridad imperdonable pero que solo ellos desprecian. Irureta consiguió que el Dépor bailara en la cumbre sin moverse de la habitación 21 del Tryp María Pita de A Coruña, que muchos autóctonos siguen asociando a esta cadena para disgusto del grupo Meliá, propietaria del establecimiento desde hace años. El Chelsea, en Manhattan, es el parque de atracciones de los hoteles desde que en los sesenta lo ocupó una panda destinada a cambiar la cultura pop cuya leyenda intentan fotografiar hoy millones de turistas. «A las cuatro de la madrugada puedes llevar un enano, un oso y cuatro mujeres a tu habitación del Chelsea y a nadie le importa en absoluto». Lo dijo Leonard Cohen, que sabía de lo que hablaba. No sé en qué casilla del nuevo registro habría que meter hoy al oso.