El sábado estuve en un pueblo de La Rioja de quince mil habitantes llamado Arnedo, donde se organiza un festival de cortos asombroso llamado Octubre corto. Participé en una sobremesa redonda amabilísima en la que se concedía el premio Rafael Azcona a la editorial Pepitas de Calabaza. Sus editores Julián Lacalle y Víctor Sáenz Díez están, como yo, fascinados con Azcona, del que han reunido toda la obra y la están editando estos días. Rafael Azcona, que nació en Logroño como Pepitas, que debe su nombre al Amanece de José Luis Cuerda, y que se fue a Madrid al igual que sus Ilusos, que pretendían vivir sin trabajar, tuvo la fortuna de toparse con Mingote, que en los años cincuenta del pasado siglo lo metió en La Codorniz. Como de eso hace sesenta años, pienso que quizá había que explicarle al lector qué es La Codorniz —la revista más audaz para el lector más inteligente—, pero como por otro lado pienso que es poco probable que algún menor de sesenta años esté al tanto de estas explicaciones me salto la docencia. Pues bien, Azcona encontró en el cine su verdadera vocación, y entonces comenzó a divertirse tanto que yo, cuando veo Plácido, imagino a los guionistas fumando ideales y bebiendo coñac Tres cepas… y pariendo maldades descacharrantes. Y recuerdo también El Verdugo, de Berlanga. Comienza la cinta con Pepe Isbert que sale de la cárcel donde acaba de ejecutar a un preso con garrote vil, enciende un cigarrillo y le dice al guarda de la puerta: «Yo tenía que dejar de fumar, pero no tengo valor».