En alguno de los momentos del juicio que se celebra en A Coruña por el asesinato de Samuel Luiz alguien preguntó si el joven vestía prendas de apariencia homosexual. Los caminos del derecho penal son inextricables para los legos, así que se me escapa el intríngulis que esconde el interrogante. Pero por si acaso me he lanzado al armario a localizar mis prendas de apariencia homosexual. Están un par de pantalones que quizá harían dudar a los jueces de la clasificación de ropa por criterio de identidad sexual; un mono por el que en otra época me habrían mandado a terapia de electroshock para devolverme al redil, y una camisa de cuadros que encajaría perfecta en el tópico de la superbollera, con su talla XXL y su cuello desbocado incluidos.
Pero es que, ya metida en el closet, descubrí un vestido con un escote que solo llevaría una fresca, una saya plisada azul oscuro casi negro que habrían aplaudido las monjas de Ourense que castigaban a las niñas que madrugaban para nadar antes del cole, y un abrigo heredado de hace cincuenta años que destila una sofisticación de la que carezco. Según mi ropa soy pija y moderna, hortera y atrevida, cursi, dejada, recatada, homosexual y hetero, incluso con alguna camiseta podría pasar por alguien de ese género fluido que algunos juveniles empiezan a vivir con una naturalidad envidiable.
Con ninguna de esas prendas me apalizaron hasta la muerte, aunque por alguna falda demasiado corta puede que lo hubiese pasado mal en un juicio.
Porque que esa pregunta se haga para dirimir un asesinato significa que sigue habiendo prendas que pueden meterte en líos. O conseguir que te maten.