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El impacto de la dana que ha asolado estos días varias comunidades españolas debería servirnos para sacar algunas conclusiones sobre la interrelación entre los seres humanos, el territorio y el medio ambiente; además de lamentar la pérdida de vidas humanas y mostrar nuestra solidaridad y compromiso con las víctimas y zonas afectadas. Así pues, la tragedia debe reforzar la necesidad de convertir las políticas ambientales en una de las prioridades en el diseño de nuestro futuro. Porque incluso quienes ponen en duda el cambio climático tendrán que convenir que el clima se manifiesta con fenómenos de mayor virulencia. Huracanes, gotas frías, danas y otras acciones devastadoras se registran en distintos puntos del planeta con mayor frecuencia y mayor potencia.
Es necesario tenerlo en cuenta, tanto a la hora de planificar nuevos desarrollos urbanísticos como para diseñar inversiones que permitan minimizar los factores de riesgo en las zonas ya construidas. Una amplia proporción del territorio de la Comunidad Valenciana se encuentra en zonas de riesgo de inundación. Por ello cuenta con un instrumento, el Patricova, que mide estas zonas y trata de actuar en función de la escala de peligro. En este caso, por desgracia, la naturaleza ha mostrado su capacidad para exceder cualquier cifra que se consideraba como umbral de seguridad.
La cantidad excepcional de las precipitaciones ha multiplicado los daños, pero no debe servir como excusa para la inacción. En 1957, después de una riada que dejó 81 muertos, se puso en marcha el Plan Sur para desviar el curso del Turia, como acción radical para prevenir situaciones semejantes en el futuro, lo que permitió que el centro de la ciudad no se viese afectada por la crecida del río y la fuerza de la corriente, pero fue insuficiente para otras zonas, que hubiesen requerido el desarrollo de más infraestructuras, abandonadas en el cajón en medio de las luchas políticas.
En otras zonas afectadas, el impacto de las riadas lleva a poner de manifiesto los riesgos que supone el desequilibrio territorial. Si el rural de montaña pierde población y se abandona, si los cauces se ciegan, un suceso como este se desborda con mayor facilidad y la vegetación arrastrada supone un factor que incrementa el riesgo.
Al igual que es necesario incorporar a la conciencia social la necesidad de realizar revisiones periódicas de los edificios —como hacemos con los vehículos—, parece necesario que las administraciones se impliquen en mayor medida en el desarrollo de nuevos modelos de detección/corrección de riesgos en zonas de especial incidencia climática. Nos hemos acostumbrado a racionalizar la amenaza del cambio climático como un proceso lento, cuando lo cierto es que estamos sufriendo, cada vez más, picos de creciente virulencia.
La dana, mas allá de la tremenda cifra de fallecidos, que siempre es lo más grave, nos deja la necesidad de acometer una profunda reconstrucción de muchas edificaciones dañadas —el Colegio de Arquitectos de Valencia ya ha empezado a verificar su estado— y la urgencia de revisar el sistema hídrico.
Durante años, se han considerado como prioritarias las inversiones en infraestructuras viarias, como si la planificación de las cuencas hídricas o la prevención de las tragedias quedase ya resuelta hace varias décadas. Quizá este drama sea también la oportunidad de revisar nuestro modelo de crecimiento, nuestro sistema de prioridades y el destino que deberíamos darle a los fondos europeos. Pero, por encima de todo, debe ser una oportunidad para concienciarnos definitivamente y actuar frente al cambio climático.