Se ha inaugurado en Sevilla, en las bóvedas de catedral de la vieja Fábrica de Artillería, una exposición sobre Antonio y Manuel Machado, los hermanos por antonomasia (y por manuelnomasia) de la poesía española. Están ahí, no solo sus manuscritos, sino también el tintero en el que mojaba el plumín Manuel y la cartera en la que guardaba los cuartos y las fotos Antonio. La excusa para la exposición son los 150 años del mayor de los hermanos, pero el comisario de la muestra, que no es otro que el político socialista Alfonso Guerra, reconoce que su intención principal es disipar la leyenda de que la guerra los separó, y quitarles ese sambenito de metáfora de las dos Españas.
Guerra tiene razón, pero solo en parte. Yo creo que los Machado sí son una metáfora de las dos Españas, solo que no de cómo fueron sino de cómo deberían haber sido. La guerra los separó física e ideológicamente, pero no por eso dejaron de respetarse y quererse. Si las dos Españas hubiesen sido así, no habría habido guerra, porque la suya fue una historia de Caín y Abel sin envidia ni crimen. Y eso que los dos eran escritores, lo que lo hace mucho más meritorio. Incluso escribieron obras de teatro juntos, «a cuatro manos» se dice, por contagio de la metáfora del piano, aunque las manos lógicamente no serían más que dos. Y esto es todavía más asombroso, porque los poetas no podían ser más distintos en sus personas y en sus estilos literarios. Antonio era un bohemio sin golferío, un santo laico feo, agnóstico y sentimental. Su desaliño no era solo indumentario, como decía en su autobiografía en verso, sino también filosófico y literario, y en la exposición de Sevilla se ve esto en sus borradores, llenos de tachaduras que tienen la categoría de dudas existenciales. Por ejemplo, en uno de ellos dice que prefiere los yermos castellanos a las vegas andaluzas, pero luego tacha y corrige, para asegurar que le gustan por igual. Manuel, por su parte, era un señorito vocacional, más alegre en su manera de vivir, un bon vivant que decía comulgar a la vez «con Montmartre y con la Macarena». Antonio era un pensador de café, Manuel de tablao; los dos, provincianos en el mejor sentido de la palabra, si bien uno al modo universal y el otro al modo cosmopolita. La poesía del uno es sentenciosa y absorta, la del otro ligera y brillante. A mí me gustan los dos, cada cual a su manera. Aunque Manuel no hubiese estado de acuerdo. En una carta le confesaba a su hermano que iba a dejar de escribir porque había entendido que su poesía tenía fecha de caducidad. «La tuya es intemporal». Yo pienso que eso no la hace necesariamente mejor, porque la eternidad es tan solo una de las formas de la reiteración.
«Tú a Burgos y tú a Francia», les mandó la guerra a los dos hermanos, y así fue. Más que morir en el exilio, se puede decir que a Antonio el exilio lo mató, porque se murió tan pronto como cruzó la frontera, siguiéndole su madre tres días después. Tan pronto como pudo, Manuel fue a visitar sus tumbas en el cementerio de Colliure y no salió de allí en dos días. En el bolsillo del abrigo de Antonio había aparecido, garabateado en una hoja, su último verso. Iba a ser el comienzo de un poema que quedó sin escribir, pero que tiene tal capacidad evocadora que uno cree intuir como sigue. Imagino que ese papel con el verso suelto estará también en la exposición de Sevilla, y es lo que más interés tengo yo en ver. Precisamente, parece algo que Antonio le dice a su hermano Manuel: «Estos días azules y este sol de la infancia…».