Apartir de los años 80, se hizo muy presente un género de cine conocido como high school movies. Protagonizadas por adolescentes y con el instituto o la universidad como escenario principal, estas películas retratan vidas jóvenes llenas de amor, aventura y éxito. El tema se aborda desde la comedia romántica, el terror, el drama y la gamberrada. En la mayoría de estas películas de la industria hollywoodiense se introduce una idea que ha hecho fortuna en nuestra cultura: la gran importancia de ser popular como camino hacia la excelencia personal.
Popular es un adjetivo que tiene cinco acepciones en el Diccionario de la RAE. Cuatro hacen referencia al pueblo y lo modesto. No es hasta la quinta donde aparece la definición que nos interesa aquí: «Estimado, o al menos, conocido por el público en general.» Es sinónimo de famoso, célebre o ilustre. Se refiere a ser importante, destacado y excepcional entre todos los demás.
En las high school movies, los personajes se jerarquizan según su fama. Todos quieren estar cerca de los más populares, los triunfadores, independientemente de la calidad ética de sus comportamientos. Cualquier cosa es preferible a ser un pringado, un loser o un NPC. La expresión NPC (non-player character) se utilizaba para denominar a esos personajes de los videojuegos que no tienen más función que ser figurantes. Hoy, entre los jóvenes, se llama NPC a aquellos que no pintan nada, que son prescindibles. Así, ser popular ha pasado a ser un afán tanto de jóvenes como de adultos, como sinónimo de éxito social. Hoy podemos preguntar a cualquier niño, niña o adolescente quiénes son los más populares entre sus compañeros del colegio y nos contestarán sin dudarlo. Socialmente no es tan importante ser un gran profesional, un buen estudiante, un maestro generoso, una excelente deportista o un activista comprometido, sino el nivel de celebridad. La vida se ha transformado en lo que Guy Debord denominó la sociedad del espectáculo. Lo colectivo, la comunidad, ha sido desplazada por la centralidad del individuo. El yo parece ganar la partida. Lo popular del pueblo, lo común, lo sencillo, queda opacado por lo popular de la fama y la admiración.
Esta dinámica se ha trasladado a muchos ámbitos de la vida. Desde la política, más preocupada por el clickbait de su último chascarrillo en el Congreso que por la eficacia de sus iniciativas, hasta el delincuente juvenil que sube a las redes sociales imágenes de sus fechorías en busca de fama. Youtubers, streamers, tiktokers e instagramers son algunos de los nuevos integrantes de la escena pública que miden su éxito por el número de seguidores. Este se puede conocer en ránkings públicos de modo inmediato. Las infancias y adolescencias también se ven arrastradas por esta búsqueda de la celebridad. Si una niña de 10 años juega muy bien al fútbol en cualquier club modesto de nuestra geografía, no faltará una cuenta de Instagram o un canal de YouTube donde poder visionar sus highlights. Más importante que lo divertido o saludable de su actividad es la capacidad de generar reconocimiento público a través de ella. Si un adolescente saca buenas notas en la selectividad, no puede faltar un reto viral de TikTok para poner de manifiesto su gran logro. Más relevante que el esfuerzo, el interés o las puertas académicas que se han abierto es la lluvia de likes en una red social.
La pulsión a ver y ser vistos se ha convertido en un determinante de la identidad desde edades tempranas. Ha llegado a constituirse en una exigencia agotadora. Condiciona el bienestar emocional y genera desde «yoes» hipertrofiados hasta autoestimas gravemente dañadas. Es duro crecer en un mundo donde lo anónimo, el silencio, la espera, lo sencillo o lo privado han ido perdiendo valor, convirtiéndose en síntomas de un supuesto fracaso. Lejos de ser una generación de cristal, lo que les sucede a los jóvenes de hoy es que los obligamos a estar permanentemente ante un espejo. Mejor sería acompañarlos en un buen paseo, volviendo a mirar el mundo con curiosidad.