Ni todo el que vive solo padece soledad, ni los que viven con otros se sienten siempre acompañados. Desde luego, sobre la vida del solitario pesa una amenaza mayor de aislamiento y soledad mala, pero asistimos desde hace mucho al fenómeno de la gente que no quiere salir de sus cuartos y prefiere la compañía virtual a la real. Estudios sucesivos han ido mostrando que el número de interacciones sociales encoge año tras año. Ahora, por ejemplo, llamar por teléfono se considera un acto intrusivo, violento casi. Seguramente por culpa del abuso al que nos han sometido algunas compañías, se ha convertido en práctica común rechazar llamadas de números desconocidos. Los más jóvenes tienden a rechazar también los conocidos. Prefieren los mensajes de texto. Si la llamada sustituye con mucha desventaja el encuentro personal, incluso las videollamadas, los mensajes de texto adelgazan todavía más la calidad de las relaciones interpersonales. No me extraña, por eso, que los profesores de primaria y secundaria estén empezando a advertir la llegada de niños y niñas con muchas dificultades para entenderse con otros. Niños solitarios que saben hablar muy bien, pero no cómo tratar a otros. Muchos de esos estudios apuntan a una conexión clara entre la tecnología y la soledad. Parece fácil construirse un yo más agradable e inteligente que se mueva en un mundo sin dificultades reales, y con un heroísmo de ratón inalámbrico, en medio de otros personajes también virtuales que te dan la razón o a los que bloqueas si te discuten. En el mundo real la gente agrede de un modo tangible: no con zascas digitales, sino a gorrazos y patadas, con amenazas, chantajes y burlas que hacen añorar el claustro digital.