Son tiempos para dejar de observar la realidad geopolítica como algo ajeno y para comenzar a sentir que el marco de paz en el que nuestro continente ha transitado —internamente— desde hace décadas está en riesgo. El cambio del rumbo de la doctrina nuclear del Kremlin imperante hasta estos momentos, permitiendo la agresión a un país sin armas de destrucción masiva que cuente con el apoyo de alguna potencia atómica, y la reducción del umbral en el que Rusia podría considerar el uso nuclear en respuesta a un ataque con armas convencionales, abre las puertas de un nuevo escenario.
La ciudadanía se pregunta si el ataque a alguno de los países de nuestro entorno más cercano puede ser un realidad próxima y, aunque desde la universidad debemos ser prudentes en cualquier aseveración —máxime en la actualidad, en donde los nuevos ataques y los giros de guion son constantes e impredecibles—, ha de afirmarse que este escenario semeja remoto. Estamos frente a una amenaza real, sí, pero en términos híbridos. Es decir, parece lógico descartar cualquier tipo de agresión a los países bálticos y al resto de la propia Unión Europea. A nuestro juicio, la firma del decreto por parte de Moscú pretende, sencillamente, afianzar el dominio cognitivo para influir en Occidente y para justificar su fortaleza en términos de legitimidad interna. Además, debemos insistir en algo que la prensa internacional ha obviado: la nueva doctrina rusa sigue considerando que las armas atómicas son la última opción a tener en cuenta en el conflicto.
Otro de los elementos fundamentales a la hora de realizar esta visión prospectiva es que esta decisión ya había sido planeada hace meses, pero se ha esperado hasta este preciso instante para su aprobación como un golpe de efecto para combatir el anuncio de EE.UU. y para seguir demostrando fortaleza al pretender dominar el guion de esta guerra.
Pese a ello, la Unión Europea y la OTAN deben permanecer alerta. De hecho, países como Finlandia y Suecia ya han comenzado a informar a su población de cómo reaccionar ante un posible ataque, y de cómo hacer acopio de víveres. Para estos países, la cercanía con Rusia supone un riesgo constante que influye, incluso, en la toma ordinaria de decisiones. De hecho, el Gobierno sueco ha rechazado importantes proyectos de eólica marina por motivos de seguridad nacional, en especial, en lo que a la detección de misiles se refiere.
Con todo, no debemos dejar de criticar el elemento clave y desencadenante de este nuevo panorama: la decisión de Joe Biden de dar el visto bueno a Ucrania para usar misiles de largo alcance contra Rusia, calificado de «permiso suicida» por el representante ruso en el Consejo de Seguridad de la ONU. Se trata de una acción de dudosa calificación democrática y, desde luego, inaudita y alejada del pacífico traspaso de poderes que se auguraba tras las recientes elecciones presidenciales. Una decisión de este calibre no puede ser tomada por un pato cojo, máxime, conociendo las intenciones del próximo presidente de los Estados Unidos, claramente contrario al mantenimiento del apoyo incondicional a Kiev.
En fin, habrá que esperar para observar la dimensión de los siguientes ataques mutuos entre Rusia y Ucrania, y a la llegada del próximo inquilino de la Casa Blanca, que, sin duda, ha sido el motivo principal de la decisión de la actual Administración, que ha pretendido maximizar las capacidades defensivas y ofensivas de Ucrania antes de un posible replanteamiento diplomático.
¿Abogará Donald Trump por la paz? El próximo mes de enero tendremos respuestas.