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Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Encuentro en el aparador un tazón con el texto serigrafiado de la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Es el típico fetiche que se trae de los viajes y que luego se olvida en los cajones, como se va diluyendo con el tiempo la imagen de las tranquilas campiñas de Pensilvania. Encima de un tocho de una vieja enciclopedia persiste también una reproducción de la Campana de la Libertad, con la que proclamaron la independencia de los EE.UU. y símbolo de la abolición de la esclavitud. Ya no toca porque está agrietada. La libertad se quedó muda. Un excompañero de las aulas de Derecho, Antonio Andrade, acaba de publicar Os cómaros da vida, una especie de crónica personal a modo de diario en la que vierte con maestría literaria experiencias, reflexiones, confesiones y episodios entrañables. Este letrado con alma de filósofo y poeta cita a Walt Whitman y recuerda su poema Hoja de hierba, al que Serrat aludió en 1974 al interpretar Campesina: «Una brizna de hierba no es menos que el camino que recorren las estrellas» o que «la zarzamora podría adornar los salones del paraíso». Sospecha Andrade que Trump nunca leyó a Whitman ni va a escuchar ya al Nano. Ya no podrá el badajo tañer la Campana de la Libertad, ahora que el matón del patio se ha hecho con el Capitolio, esta vez de forma legítima. Es el guardián de la merienda. La burrasca —decía nuestro entrañable profesor de Griego— está a punto de cubrir el valle.