La magnífica noticia del fin de la dictadura criminal de Al Asad en Siria va a quedar empeñada y archivada en el baúl de los recuerdos antes del domingo. Hay —o hubo— un total de doce grupos armados en el país, contando las milicias que nacen y mueren a voluntad de algún caudillo local. Y ello convierte a Siria no solo en un avispero, sino en un Estado fallido al estilo de Libia o en terreno abonado para la represión inmediata con el fin de crear una estructura organizativa que permita contar con un poder central fuerte. Y esto último solo se consigue a base de tiros y ajustes de cuentas pendientes entre esos grupos y milicias.
La otra cara de la moneda es que los supuestos libertadores de Siria están dirigidos y mandados por el radical islamista Al Charaa (su nombre de guerra es Al Jolani). El haber sido miembro prominente de Al Qaida hasta el 2016 —a la que ahora combate— garantiza la aplicación de leyes teocráticas incompatibles con los derechos humanos y la concepción de democracia propia de Occidente, que ha resultado ser la única que permite el avance y la cohesión social, fundamentados en el respeto del individuo.
Israel, mientras tanto, se frota las manos. Las mujeres tiemblan. Y ambos con razón.