Podredumbre cerebral

Juan Carlos Varela Vázquez INSPECTOR DE EDUCACIÓN

OPINIÓN

Dado Ruvic | REUTERS

27 dic 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

«Brain rot», palabra del año según Oxford University Press. Así lo decidieron más de 37.000 personas después de dos semanas debatiendo, una votación popular y las conclusiones de un equipo de lingüistas de la universidad británica.

Desde el 2004, el objetivo es encontrar la expresión que mejor describe los estados de ánimo y la conversación pública. Pódcast y selfi, huella de carbono y crisis climática o posverdad, fueron incorporadas en ediciones anteriores al acervo cultural universal, evidenciando el interés social por la tecnología, el medio ambiente o la política.

Podredumbre cerebral aumentó su frecuencia de uso respecto a otros términos en un 230 %, aludiendo al estado de intoxicación virtual y deterioro cognitivo por consumo excesivo de contenidos triviales en las redes sociales. Un síntoma del tiempo que vivimos. Nada nuevo.

En 1854 Thoreau, filósofo estadounidense, escribe en su Walden que la tendencia comunitaria a simplificar ideas complejas supone abdicar ante la reflexión seria: «Mientras Inglaterra se esfuerza por curar la podredumbre de la patata, ¿no se esforzará nadie por curar la podredumbre del cerebro, que prevalece de manera más amplia y fatal?»

No, no es una enfermedad pero sí un acontecimiento real provocado por un tiempo ilimitado de navegación, consumiendo información de baja calidad que crea fatiga mental y desmotivación, mientras vampiriza la energía necesaria para otras tareas más saludables.

Lo esperanzador es que la expresión fuera elegida por las generaciones centennials y alfa, responsables de crear y consumir este contenido digital, demostrando su consciencia sobre el impacto nocivo del mismo.

En consecuencia, conocer a quien nos enfrentamos es el primer paso para encontrar un remedio.

Porque las plataformas tecnológicas como Meta, Google o TikTok desmienten que estén impulsando el uso adictivo de las pantallas, refugiándose en el «uso responsable» de las mismas y derivando una responsabilidad social, como cualquier otra empresa con sus productos, a las familias y a la escuela.

Pero esta argumentación significa un ejercicio de cinismo delictivo. Ellas son el origen del problema priorizando el beneficio económico sobre la salud mental de menores y adolescentes, sus clientes favoritos, con los que necesitan establecer relaciones de consumo desde las edades más tempranas.

Su algoritmo, al que podríamos calificar como el mayor okupa de la privacidad conocido, nos asalta con productos y servicios diseñados para secuestrar la atención, garantizar la permanencia obsesiva frente a las pantallas y hurtar los datos personales, mientras crea un vínculo adictivo que funciona como la dosis de una droga letal.

¿Qué pasa cuando se requisa el móvil a menores acostumbrados a pasarse horas mirándolo compulsivamente? Como mínimo hay un cambio de humor.

Y ante esto solamente hay dos soluciones que consideramos son estratégicas: la escuela, para formar y concienciar al alumnado y sus familias y la regulación administrativa, para luchar contra el afán extorsionador de las grandes tecnológicas.

Porque no solo hablamos de la salud mental individual. También se aborda la colectiva. Las redes sociales actúan, sin ningún tipo de duda, como cajas de resonancia para las voces más polarizadoras. En este contexto, la dictadura de los 280 caracteres del tuit es el ecosistema donde la ignorancia crea más certidumbre que la sabiduría.