Ciudadanos sin piedad
OPINIÓN
Sentimos un curioso gusto por las películas de abogados y jurados estadounidenses donde tantas veces un injustamente acusado es salvado por un abogado fracasado o un heroico jurado. Doce hombres sin piedad, Matar a un ruiseñor o Anatomía de un asesinato son brillantes ejemplos. Quienes aterrizamos en este mundillo, recordamos escenas que prendieron la semilla de una idílica visión de la justicia, equilibrada como su balanza e imparcial gracias a su venda.
Pero ese gusto por el género no evita que cada vez confiemos menos en un sistema judicial que, con sus imperfecciones, ha demostrado ser el mejor para no volver a la antigua ley del Talión, cuya máxima del ojo por ojo ya era un avance al introducir la proporcionalidad entre el delito y la pena.
En el ámbito del derecho público y en concreto del penal, el poder de castigar reside en el Estado, al que la sociedad confía la resolución de conflictos abandonando la primitiva venganza entre sujetos enfrentados como forma privada de resolver las ofensas criminales. Pero ya desde los primeros códigos legales de la antigüedad la figura de la acusación popular ha convivido con las figuras del acusado, el juez y el acusador público.
El poder del pueblo, del ciudadano no ofendido directamente por el delito, de acusar es un derecho reconocido en el artículo 125 de la Constitución, junto con la institución del jurado popular, como formas de participar en la Administración de justicia. Y durante más de cuatro décadas ha venido conviviendo sin sobresaltos con la atribución al Ministerio Fiscal de la misión de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público.
Pero la feliz convivencia ha tornado en conflicto, debido a casos mediáticos que afectan a partidos políticos, al Gobierno o al propio Ministerio Fiscal, hasta el punto de que está sobre la mesa la reforma para el cese de esa convivencia, reduciendo a la nada la acción popular.
La acusación popular tiene su razón de ser en nuestro derecho, donde el Ministerio Fiscal muchas veces no llega por razones de medios, falta de sensibilidad en algunos temas o simple oportunidad política o interés. Y si bien constituye una anomalía la existencia de asociaciones o fundaciones vinculadas a partidos políticos cuyo único fin y actividad es la de litigar, a veces incluso con justicia gratuita, tal proceder ha de corregirse por la propia justicia mediante la aplicación de figuras como el abuso de derecho y el fraude de ley.
Impedir al ciudadano acudir a la justicia y defender, en el marco del Estado de derecho, sus intereses como ciudadano recuerda peligrosamente al todo por el pueblo, pero sin el pueblo del despotismo.
Los doce jurados sin piedad de Sidney Lumet pueden ser los Angry Man del título original. Enfadados. Y sin un Henry Fonda a la vista que ponga cordura.