Que las redes sociales son un campo abonado para la comisión de delitos es algo incuestionable. Hay delitos específicos que han nacido porque se trata de conductas que exclusiva o esencialmente se cometen a través de internet (sexting, grooming, difusión de pornografía infantil...), y otros que han encontrado en el ámbito digital un espacio idóneo para que sus autores desplieguen con aparente impunidad toda su energía delictiva. Esto último sucede, por ejemplo, con las calumnias y las injurias, las amenazas, ciertas estafas y los delitos de odio.
A la vertiginosa progresión de los delitos a través de internet contribuye, sin duda, la sensación de impunidad que a sus autores proporciona el medio digital; y esa percepción se acrecienta con la sensación de anonimato que muy probablemente tiene quien comete el hecho delictivo. Es tirar la piedra y esconder la mano. Es la misma sensación, pero multiplicada por millones, que con certeza tiene quien vierte insultos racistas en un campo de fútbol: algo que no haría si se cruza con Vinicius o Yamal en el supermercado.
Las redes sociales permiten, y en cierto modo promueven y facilitan, ese anonimato criminógeno en tanto en cuanto no exigen comprobación prácticamente ninguna respecto de la identidad de quien dice ser el que abre una cuenta.
Es obvio que el anonimato no exime al autor del delito de su responsabilidad penal, ni en el ámbito digital ni en el mundo real, pero sin duda dificulta sobremanera la investigación de los delitos y la persecución y puesta a disposición judicial de sus autores. Y sobre todo, como decía, ese aparente anonimato es un factor criminógeno, que genera en los emisores de mensajes en internet una sensación, equivocada, pero muy real, de que no les va a pasar nada por lo que vierten en la red.
Es también evidente que ese anonimato, esa ausencia de identificación real, de las personas en las redes podría evitarse o limitarse en gran medida. Bastaría con establecer mecanismos fiables de identificación, como los que se exigen, por ejemplo, para abrir una cuenta bancaria on line y otros muchos que la IA proporciona. Es verdad que ello no resolvería todos los problemas, porque la red no tiene fronteras, pero los acotaría en gran medida.
Esa necesidad de autentificar la identidad no impediría que cualquier internauta usase un seudónimo o un alias, por supuesto, al igual que puede usarse para escribir en prensa o difundir cualquier creación artística (aunque desde el 2023 no pueden registrarse como propiedad intelectual obras con seudónimo sin revelar la identidad del titular del registro).
El debate sobre anonimato y redes se ha centrado en la cuestión de si limitarlo o prohibirlo, como recientemente ha propuesto el fiscal de Sala de la Unidad de Delitos de Odio, supone una afectación inaceptable a la libertad de expresión. El Tribunal Supremo de EE.UU. tiene encima de la mesa decidir si una ley de Texas (y otras similares de otros Estados) que exige a los portales de internet de material pornográfico una verificación fehaciente de la edad de los usuarios vulnera o no el derecho al acceso a contenidos protegidos por la Constitución, es decir, si viola o no la libertad de expresión. Aunque la cuestión no es idéntica, porque en el caso americano hablamos de la identificación de quién accede a contenidos, mientras que en relación a los delitos cometidos en la red el problemas es de quién emite los contenidos, es ilustrativo conocer la respuesta de los sitios web afectados: se han negado a establecer esos mecanismos de identificación y han optado por ignorarlos o bloquear a todos los usuarios, e ir al Supremo. En España tampoco se exigen esos mecanismos de identificación fehaciente en la red en prácticamente ningún caso.
Identificar de modo cierto a quien se registra en una red social o en un portal web no vulnera la libertad de expresión. Como no la vulnera la videovigilancia de los estadios de fútbol que identifican eventual y oportunamente a los energúmenos.
Ahora bien, esa posibilidad de limitación o prohibición del anonimato en las redes, que contribuiría a poner coto a los bots, trolls y cuentas falsas, grandes difusoras de bulos en internet, tiene dos grandes escollos. El primero es la reticencia de los usuarios a facilitar su identidad real a las redes y la necesidad de articular mecanismos de control de esos datos (que deberían gestionar empresas de identificación distintas de las propias redes) para evitar su fuga y su utilización al margen de su finalidad identificativa. El segundo, consecuencia de ese, es que una exigencia así podría conllevar una reducción del número de usuarios digitales emisores de contenidos, y a eso se opondrán con toda su fuerza, y es mucha, entre otros los muy conocidos Musk y Zuckerberg y sus aliados políticos, más conocidos aún.