
Hay lugares de evocación siniestra cuya simple mención produce escalofríos. Lugares para siempre vinculados al horror de la peor crueldad humana cuyo recuerdo debe pervivir a lo largo del tiempo como recordatorio de lo que no puede volver a suceder. Uno de esos lugares es Auschwitz. El complejo de concentración nazi más grande de Polonia, ubicado cerca de Cracovia, llegó a albergar en su seno varios campos de trabajo y exterminio donde se asesinó a más de un millón de personas, de los cuales nueve de cada diez eran judíos. Su construcción comenzó en mayo de 1940, aprovechando algunos barracones de artillería utilizados por el Ejército polaco antes de la ocupación alemana, y su actividad no fue suspendida hasta el 27 de enero de 1945, cuando las tropas soviéticas entraron para liberar a los pocos supervivientes que aún quedaban en él.
Cundo se cumplen 80 años del fin de Auschwitz y ya casi no quedan testigos vivos del terror vivido allí, nos preguntamos si de verdad hemos aprendido la lección. Aunque no existen datos precisos, se estima en una media de 50 millones las personas que perecieron durante la Segunda Guerra Mundial, que se desarrolló de 1939 a 1945. El mayor enfrentamiento bélico y la más dramática catástrofe humanitaria de la era contemporánea que sigue constituyendo la máxima advertencia de hasta dónde puede conducir la espiral de violencia cuando los dirigentes más fanáticos son capaces de arrastrar a la población con sus discursos racistas, xenófobos y supremacistas. Sin embargo, poco después de finalizado el conflicto, no tardó en iniciarse la guerra de Corea, que se cobró entre 2,5 y 3,5 millones de víctimas de 1950 a 1953; la de Afganistán, de 1978 a 1921, con 3 millones de fallecidos, o la de Irán e Irak, de 1980 a 1988, con más de medio millón. Tampoco podemos olvidar la masacre perpetrada por los Jemeres Rojos en Camboya de 1975 a 1979, que acabó con un tercio de su población. Hoy, el horror se investiga en la cárcel de Sednaya en Siria. Está claro que seguimos cometiendo los mismos errores.