El Gobierno y su fiscal general

Salvador Viada Bardají FISCAL DEL TRIBUNAL SUPREMO. VOCAL DE LA APIF EN EL CONSEJO FISCALL

OPINIÓN

María Pedreda

29 ene 2025 . Actualizado a las 10:45 h.

¿La fiscalía de quién depende? Esa pregunta retórica del presidente del Gobierno le persigue a él y a la institución desde hace muchos años. Recientemente, al apoyar al fiscal general ante las turbulencias procesales que tiene delante, el presidente del Gobierno volvió a referirse al mismo como «su» fiscal general, ante el silencio del propio fiscal general del Estado, que no intenta siquiera reivindicar su propia autonomía ante estas asechanzas.

La cuestión, desde el punto de vista legal, parece clara en el sentido de consagrar la autonomía del fiscal respecto del Gobierno: el artículo 2 del Estatuto del Ministerio Fiscal establece que este es «un órgano de relevancia constitucional con personalidad jurídica propia, integrado con autonomía funcional en el poder judicial, y ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad». O sea, el Ministerio Fiscal está integrado con autonomía funcional «en el poder judicial» (no en el poder ejecutivo). En el artículo 8 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, se establece cómo se relaciona el Gobierno con el fiscal general: «El Gobierno podrá interesar del fiscal general que promueva ante los tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del orden público». Y se añade que «el fiscal general, oída la junta de fiscales de sala del Tribunal Supremo, resolverá sobre la viabilidad o procedencia de las actuaciones interesadas y expondrá su resolución al Gobierno de forma razonada». Es decir, que el fiscal general del Estado puede rechazar la solicitud del Gobierno.

Pero claro, eso está establecido en la ley para supuestos normales. Aquí, el Gobierno nombró sin motivación a un fiscal general que había incurrido en desviación de poder, y así se estimó por la Sala III del Tribunal Supremo; a un fiscal general que contó con un informe adverso del CGPJ, por vez primera en democracia. Tenemos a un fiscal general que ha dirigido la institución, dentro y fuera del proceso, hacia posiciones cómplices con lo que él mismo denomina «política criminal del Gobierno»; a un fiscal general investigado en el Tribunal Supremo por la filtración de un correo de la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, quebrantando la confidencialidad entre abogado y Ministerio Fiscal en perjuicio de un particular (al que desde entonces, sin condena alguna, se le tacha en el Parlamento y fuera de él, como «delincuente confeso»), razón por la que está personado en la causa el Colegio de Abogados de Madrid. Tenemos que el correo que reclamó imperativamente el fiscal general de sus subordinados estaba en la Moncloa la mañana siguiente a la noche que lo recibiera el fiscal general y fue utilizado políticamente aquel mismo día; que el fiscal general cambió de teléfono tras conocer su imputación borrando así los mensajes que buscaba el juez. Y que, ante todo esto, el Gobierno sigue defendiendo al fiscal general aferrado al cargo por «haber dicho la verdad para desmentir un bulo». En este contexto, un cambio procesal para atribuir la investigación de los delitos al Ministerio Fiscal en sustitución de los jueces de instrucción se me antoja mucho más una maniobra de control político del proceso penal que de mejora técnica jurídico procesal.