
Leo con interés el reportaje de Carlos Punzón sobre la isla de Toralla. Siempre me gustó la imagen de este enclave en la ría de Vigo, con su forma de riñón y su torre de 21 plantas alzándose en un extremo como un faro frente a la ciudad. Que fuera proyectada por el gran arquitecto gallego Xosé Bar Boo le añade un plus, aunque sea denostada por algunos (los de siempre) como un símbolo del desarrollismo franquista. Qué sabrán ellos de construir en altura para aprovechar el suelo allí donde escasea y liberar espacio para otros usos. ¿Dirían lo mismo si en vez del edificio de Bar Boo se levantase el pepinillo de Foster o el Seagram de Mies van der Rohe? Todo es posible, probablemente estos mismos inquisidores demolerían la casa de la cascada de Wright por ocupar un trozo de bosque y mancillar con mampostería y hormigón el curso de un arroyo. Son los que se oponen a todo, autopistas, aerogeneradores, piscifactorías, industrias...
La polémica de Toralla no es nueva, pero resurge con la exigencia de que se ejecute la ley de costas y se habilite para peatones una franja de seis metros en todo el perímetro de la isla. Y ahí sí tienen razón los ecologistas, los vecinos de enfrente y los del «no» por sistema, porque no puede ser que en muchas leiras haya que retranquearse y dejar servidumbres de paso y en la exclusiva finca viguesa no se respete la parte que debe ser de dominio público. Pero hasta ahí: lo que está fuera de lugar son las alusiones a la «reconquista» de Toralla, la anunciada «invasión» en kayak de la isla y todo ese tufillo anticapitalista y que pone a los residentes en la picota por disfrutar de un espacio natural en sus chalés y apartamentos con vistas de ensueño. Y llegamos al gran quid de la cuestión: la forma en que se concibe en este país la propiedad privada. Está recogida en la Constitución y debería ser sagrada, pero luego aparece un Gobierno socialista y aprueba una ley de vivienda que permite a un okupa permanecer dos años en un piso que no es suyo e incluso lucrarse con el; o un alcalde comunista que expropia una casa junto al mar para convertirla en una cafetería. Normal que cale la idea de que nada es de nadie —aunque lo haya pagado con su esfuerzo durante años—.