
Este mes han cerrado los dos últimos quioscos de prensa que quedaban en mi barrio.
Un sentimiento de orfandad inunda las frías mañanas de febrero. Desapareció el ritual de acercarse al punto de encuentro y, tras comprar un par de diarios, comentar con el vendedor las noticias mientras te informaba de los pequeños o grandes sucesos del barrio. Era una manera agradable y amena de comenzar el día.
El encierro forzoso que provocó la pandemia del covid fue la última de las puñaladas que sufrieron los vendedores de prensa, que cada otoño, con el comienzo de la Liga, eran el reclamo para los chavales que acudían a comprar los cromos de los futbolistas ligueros.
En los diez últimos años desaparecieron en nuestro país la mitad de los quioscos y hoy no llega a cuatro mil el censo de los que todavía mantienen la oferta de prensa diaria, de revistas, cigarrillos, pipas y golosinas.
No había calle principal, ni plaza central, que no estuviera presidida por un fachendoso quiosco, que yo creía que era en donde se fabricaban las noticias que desde las páginas del diario, oliendo siempre al aroma inequívoco de la tinta, nos invitaban a recorrer los laberintos de la política, los sucesos más espantosos, la geografía del clima, la cartelera e incluso los obituarios y las esquelas de los adioses cotidianos.
En los años sesenta gozaron de su mejor momento. Brotaban en las esquinas de las plazas mayores como las setas en otoño, tuvieron el éxito que años más tarde les proporcionaron las colecciones populares por fascículos, pero fue en este siglo cuando, pese a reinventarse, comenzó su decadencia.
El mapa quiosquero de España tenía sus hitos en la oferta de los cuatro o cinco que rodeaban como en un círculo la madrileña Puerta del Sol, que vendían con un día de retraso la llamada «prensa de provincias». Las Ramblas de Barcelona fueron una sinfonía de periódicos que custodiaba, entre pajarerías y tiendas de flores, la popular avenida.
Ahora solo queda un quiosco en una esquina de Sol, y las Ramblas sufren una remodelación en la que las primeras víctimas son los quioscos.
Han mudado los tiempos y ahora el diario se lee en el quiosco digital del teléfono, se lleva en el bolsillo o en la tableta, está instalado en el ordenador doméstico, y el viejo y entrañable quiosco a pie de calle comienza a ser una reliquia nostálgica para ancianos sensibleros.
Seguiré acudiendo cada mañana en búsqueda de un punto de venta que me proporcione el aroma de las noticias impreso en el diario, mientras desde aquí le digo un adiós a los últimos quioscos.