
El pasado viernes, como ustedes bien saben, se celebró el Día de los Enamorados. Y la verdad es que no sé yo si esto del amor es algo que deba celebrarse con tanta frivolidad y tanta alegría. Porque si nos remontamos a las precuelas —La Celestina, Romeo y Julieta, Los amantes de Teruel...— nos encontramos con que el amor acaba siendo siempre una carnicería. Aquí, en la España profunda, la de Pascual Duarte, existió como una nube negra la maldad del amor y la navaja de los Benamejís de Lorca. Esa tradición que hermanaba a las mujeres con las cabras que saltaban al vacío desde los campanarios. La maté porque era mía. Hoy lo de las cabras ya no ocurre. Además, en esto del amor siempre hubo mucho idiota como Anselmo, el curioso impertinente de Cervantes, que manda a su amigo Lotario a que seduzca a su mujer, Camila, para ver si le es fiel, y lo que ocurre ya se lo imaginarán ustedes. Ahora para el amor tenemos La isla de las tentaciones, en la que triunfa un Anselmo llamado Montoya. Yo no digo que lo de San Valentín sea como en la película de finales de los cincuenta, la de Tony Leblanc, Conchita Velasco y toda aquella troupe de simpáticos y entrañables (creo que se dice así). Pero tampoco como lo del reguetón de ahora, que explica las posturas del Kama Sutra. El amor es algo peligroso, como el peyote o los fusiles de repetición, y a veces cae en manos enfermas o inexpertas. Otras, en cambio, atonta tanto que uno pensaría que la flecha de Cupido que le hiere está untada con curare.