Trump, Groenlandia y lo impensable
OPINIÓN

Al final de la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill puso en marcha la planificación de una última operación militar: la Operación Impensable. La idea era que el poder combinado de los Estados Unidos y Gran Bretaña, apoyado por los últimos restos del ejército alemán, continuara el combate para derrotar a las fuerzas soviéticas y expulsarlas de Europa. En efecto, era una operación impensable e irrealizable.
Hoy, 80 años después del final de la Segunda Guerra Mundial, vivimos en un mundo en el que lo impensable se ha vuelto cotidiano.
Pero no nos engañemos. Donald Trump bebe de una tradición en la política estadounidense que tuvo su época dorada entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, con presidencias como las de McKinley y Teddy Roosevelt. Fue la era de la diplomacia de las cañoneras y de la diplomacia del Gran Garrote. Cometeríamos un error si interpretásemos a Donald Trump como algo exclusivamente nuevo. Sus formas imposibles y su discurso de cowboy beben de una tradición política que no es inédita y que regresa con fuerza, aupada por los perturbadores sueños de una oligarquía tecnológica y las pesadillas de una sociedad rota.
El caso de Groenlandia es, sin lugar a dudas, paradigmático. Con una extensión descomunal, una ubicación estratégica, grandes recursos y la singularidad de contar con una población equivalente a la de una pequeña capital de provincia española, Groenlandia es ya, en gran medida, un área de expansión del poder estadounidense, tanto por su presencia militar como por el hecho de que Dinamarca —el país al que hoy pertenece— es un aliado histórico de EE.UU.
Pero Trump quiere más. Detrás de su discurso bull rider se oculta la certeza, compartida por la Administración estadounidense a largo plazo, de que el Ártico es y será, cada vez más, una de las zonas de conflicto geopolítico y de beneficio económico más importantes de las próximas décadas. En este nuevo reñidero confluyen los intereses de distintas naciones y de tres grandes potencias: Rusia, China y Estados Unidos, que recientemente se ha declarado potencia ártica. Todo ello ante la medrosa mirada de la Unión Europea.
En medio de este tablero, Groenlandia. El resultado de las elecciones de esta semana supone un vuelco político histórico: los partidos tradicionales en el Gobierno han pasado a situarse como tercera y cuarta fuerza, mientras que el conservadurismo moderado de Demokraatik ha emergido con fuerza. Este partido aspira a un camino sensato y pausado hacia la independencia, una vía alejada de la que postula la segunda fuerza, Naleraq, partidaria de una ruptura rápida con Dinamarca y de un acercamiento a otros Estados. Todo dependerá ahora de cómo se configure la nueva coalición de gobierno.
Pero, si sumamos los votos de todos aquellos que, aun considerando la independencia un elemento central de la política groenlandesa, han optado por la moderación, la mesura y una transición dilatada en el tiempo, parece evidente que, en este año de excesos, Groenlandia se presenta como una pequeña excepción.
Todo ello va en contra de los designios de Donald Trump. Las diatribas anexionistas del presidente han hecho que, como nunca antes en la historia, el mundo haya seguido de cerca los resultados electorales de Groenlandia: el vasto y desolado hogar de una pequeña población de poco más de 50.000 habitantes, que han votado con la mirada puesta, sin lugar a dudas, en las ambiciones del gigante americano, pero también en sus muchos problemas cotidianos, que son los que realmente marcan el devenir de sus vidas.
Está por ver qué hará Donald Trump ahora y si, detrás de su discurso imposible, existe una capacidad o una voluntad real de cambiar el curso de la historia de Groenlandia y hacer un siniestro honor a esta era de lo impensable.