
Me imagino que suena Vivaldi cuando la tarde es perezosa y se cuelga del telón de la noche para hacer mutis por el foro desapareciendo al fondo del horizonte. En estos días debuta, en esta parte del mundo, la primavera. Aún es novicia, mira sorprendida a todos los lados, se cuela juguetona por entre la lluvia buscando a quien la salude. Y yo lo hago entre el Vals de las flores de Chaikovski y Stravinski leyendo las partituras de La consagración de la primavera, y amablemente obsesiva sigue sonando la más bella de Las cuatro estaciones que nos regaló Vivaldi.
Y con los primeros tulipanes que brotaron en un cuadro de Van Gogh voy tejiendo una cenefa floral de abril con prímulas, caléndulas y narcisos. El aroma de la tarde huele a estreno, a vísperas, a sábado, y por el aire corre solemne la fiesta ritual de la república de las aves que juegan con el viento celebrando primaveras.
Primus, en la lengua original, ha traído la primicia del verano, y nadie como Bécquer sabe cómo ha sido. Yo la aguardaba mientras cabalgaba el largo y oscuro invierno. Esperaba los dos meses que para mí dejan señales del esplendor en la hierba y Natalie Wood me mira desde el otro lado de abril y mayo.
El próximo día 3, al alba, cuando se enciendan los colores tibios de la mañana, cantará por vez primera el cuco desde las tierras mindonienses de Miranda, donde habita el señor Merlín. El cuco, que se escucha pero no se ve, anidó esta vez como siempre a ras de suelo, en un trigal de invierno donde el paporoibo, el petirrojo que lleva una bandera roja en el pecho, había puesto sus huevos.
Mayo es una copla antigua, una alegoría cantada, una historia de amor y primaveras.
Y escribió Federico, el poeta de Granada donde creció la vida y murió la muerte: «No puedo decirte, aunque quisiera, el secreto de la primavera».
En las entrañas de abril crece cada año la Pascua de Resurrección, días de aleluyas y dolor, de epifanías y muerte en cruz de la Semana Santa cristiana, entre tafetanes malvas y crespones negros.
Si yo supiera qué esconde la primavera, pintaría el cuadro fundacional de Botticelli en todas las paredes de la tierra y proclamaría con un ucase, un edicto efímero, la llegada de la primavera abriendo de par en par su baúl de secretos escondidos.
Abro un libro y busco una respuesta, es un tema recurrente, acaso juvenil, dicen las páginas. Las escucho y me quedo en Valle Inclán y su país donde vive la Sonata de Primavera. En la alcoba de la tarde sigue sonando Vivaldi. Es la primavera.