
A pesar de la foto, Donald Trump malamente conocía a Sendiego Obescal (así pronunció el nombre de Santiago Abascal en la cumbre de ultraderechistas en Washington de hace unas semanas) y probablemente tampoco era capaz de ubicar España en el mapa con precisión, como demostró colocándolo en el grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Hasta puede ser que tampoco tuviese muy claro quién era su presidente, Pedro Sánchez. Hasta estos días.
Porque la última gran hazaña del presidente español es irse de gira a Asia para intentar compensar el mazazo que los aranceles de Trump, congelados a última hora de ayer, van a propinar a la economía europea. ¿Es el acercamiento a Pekín una buena idea? No lo parece, ni desde el punto de vista de las relaciones con China ni desde el punto de vista de la relación con Estados Unidos.
Lo segundo quedó patente ayer a primera hora de la tarde, cuando el secretario del Tesoro americano lanzó un mensaje claro: «Sería como cortarse el cuello».
Una vez que la relación con Estados Unidos está ya dañada, quizá no importase que saltase por los aires completamente si la apuesta china fuese segura y compensase las pérdidas. Pero no lo es. Sería cambiar un socio poco fiable —aunque aún cabe una mínima posibilidad de que en cualquier momento cambie de rumbo— por otro mucho más opaco. Si desde el punto de vista político China es un país sin libertad ni democracia, desde el punto de vista económico es una potencia industrial que tiene un mercado muy poco permeable a los productos extranjeros, pero que inunda el resto del mundo de artículos a bajo coste, resultado de una política estatal que riega con subvenciones a sus empresas. Saca beneficio pero no deja nada en el país de destino.
Claro que hay que buscar alternativas para superar las barreras del mercado americano. Pero esas soluciones deben ser sensatas y coordinadas con el resto de socios europeos. Porque la tabla de salvación de España sigue estando en Bruselas, no en Pekín.