
Hay gente que con la edad se vuelve cascarrabias. Es una palabra hermosa. Se aplica a aquellas personas que se enojan con facilidad o se molestan con frecuencia. Si al cascarrabias se une la condición de profesor de lengua o literatura, escritor, articulista o persona que mantenga una relación habitual con el lenguaje, el cascarrabianismo se eleva a la enésima potencia. No es mi caso, por fortuna. Ni yo mismo podría soportarme. Pero observo que muchos de mis colegas se enfadan a menudo con los nuevos usos del lenguaje. Son gentes cerradas, pétreas, refractarias a cualquier tipo de innovación. Son similares a aquellos que a principios del siglo XX abjurarían de Proust, Valle Inclán o James Joyce, transgresores del lenguaje que por fortuna se han hecho inmortales. Hallazgos tan luminosos como el empleo constante de los géneros masculino y femenino son anatemas para los cascarrabias. ¿Acaso puede haber algo más bello que dirigirnos en nuestras alocuciones a «todas y todos» y no emplear el machista «todos», sin más, por mucho que lo prescriba la normativa gramatical? Sucede lo mismo cuando hablamos de compañeros y compañeras, niños gallegos y niñas gallegas, queridos españoles y queridas españolas. Hay que darle al lenguaje el sesgo inclusivo de los nuevos tiempos. Empoderarnos con una colonia o un vehículo (eléctrico, por supuesto). O derribando clichés del pasado a los que desean regresar todos aquellos paladines de ideologías «fachosféricas» (¡qué imaginativo neologismo el creado por nuestro ilustre presidente!). Empoderarnos muchísimo más haciéndonos visibles con aliados que se sororicen con aquellas que por sí solas no se sororizan y viven alienadas en una sociedad heteropatriarcal. Es necesario deconstruir de una vez por todas y para siempre los hábitos y costumbres de estos senescentes retrógrados que piensan que las palabras, y las expresiones, no evolucionan. Ancladas, como ellos, en la edad más oscura de la civilización occidental. Ellos, los señoros, un término que lograremos incluir en el diccionario de la Real Academia Española y que definirá a aquellos incapaces de asimilar los nuevos y felicísimos tiempos.
Falta asertividad. También en ocasiones faltan resiliencia e interseccionalidad. Las nuevas masculinidades caminan ese pedregoso camino que entre todas (no, no es un error, escribo todas porque quiero) debemos andar. Binarios y no binarios, transversales o no transversales, empáticamente. Nuestro legislador ha trabajado con finura en diferentes normas o decretos en los que se sustituye la palabra padre por «progenitor distinto de la madre biológica». Sin duda un gran avance con el que me congratulo. Y sin duda se congratulan todos los progresistas. Basta ya de cascarrabias que se niegan a asimilar nuestros sólidos avances en un ámbito, tan machista y reaccionario, como el lenguaje. Tenemos el deber de deconstruirlos.