Gallegos en su última bendición

Juan Vicente Boo PERIODISTA Y ESCRITOR

OPINIÓN

Guglielmo Mangiapane | REUTERS

23 abr 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Los poderosos gritos de «¡Viva el papa!» lanzados a todo pulmón por mi amigo Hugo Cortés en la plaza de San Pedro este Domingo de Pascua, cuando Francisco se retiraba del balcón de la basílica, resuenan en mis oídos al escribir estas líneas.

Un grupo de universitarios gallegos tuvimos el privilegio de recibir allí la bendición Urbi et Orbi —brevísima y con voz temblorosa— sin saber que estábamos asistiendo a su último esfuerzo de generosidad con los peregrinos. De allí a un rato bajaba a la plaza y la recorría en papamóvil para que pudiésemos verle de cerca.

Su rostro estaba como deformado, pero la decisión de moverse por la plaza saludando a los peregrinos y bendiciendo a algunos niños —incluido uno sin pelo por tratamiento oncológico— nos pareció un indicio de buena convalecencia.

Nada hacía presagiar que diecisiete horas después, a las 5.30 de la mañana del lunes, un ictus viniese a cambiar todo, a pesar de los esfuerzos inmediatos del personal sanitario de guardia, hasta que, a las 7.35, se vieron obligados a constatar el fallecimiento.

Al conocer la noticia en la escala de los vuelos de regreso a Santiago de Compostela, nos dimos cuenta de nuestro inmenso privilegio. Habíamos recibido la última bendición de un papa extraordinario por su buen humor, su alegría en medio de las dificultades, su ternura con los más débiles, su amor a los refugiados e inmigrantes...

De repente, su figura se agigantaba, al tiempo que nos considerábamos testigos privilegiados de una historia de generosidad pero también de energía para abordar frontalmente problemas como el carrerismo, el clericalismo, la corrupción económica en el Vaticano, el abuso sexual de menores o la indiferencia ante el prójimo. Por no hablar de problemas globales como la pereza de los gobiernos en vísperas de la conferencia de París para afrontar con decisión el recalentamiento de la atmósfera por el efecto invernadero debido a la quema de combustibles fósiles. Su grito ecológico en la encíclica Laudato si dio un vuelco espectacular a la situación.

Desde el Domingo de Ramos, en que habíamos recibido su primera bendición de la Semana Santa, los gallegos nos sentíamos a gusto en la plaza de San Pedro, donde la presencia de las gaviotas es un continuo recuerdo de Pedro, el pescador de Betsaida.

Y también de Santiago Zebedeo, su compañero de barca en el lago Tiberíades, cuyos restos mortales serían trasladados, después del martirio en Jerusalén, en una última singladura por el Mediterráneo y el Atlántico hasta llegar a Iria Flavia (Padrón), en el fondo de la ría de Arousa. Convirtiendo más adelante a Compostela en la otra gran meta de peregrinos, precisamente «en los confines de la tierra», según la geografía romana, adonde Jesús les invitó a llevar el Evangelio.

El jesuita «venido casi del fin del mundo» hizo lo mismo, viajando desde Chile hasta Mongolia o desde Canadá a Japón, con sus viejos zapatos negros, uno de los primeros iconos del papa americano.